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Hola amigos: es tiempo de misericordia, y completando la propuesta de nuestra pasada emisión, hoy quiero ofrecerles una breve explicación de las obras de misericordia espirituales, también son siete, a saber:
1) Enseñar al que no sabe: consiste en enseñar al ignorante en cualquier materia: también sobre temas religiosos. Como dice el libro de Daniel, “los que enseñan la justicia a la multitud, brillarán como las estrellas a perpetua eternidad” (Dan 12, 3b).
2) Dar buen consejo al que lo necesita: uno de los dones del Espíritu Santo es el don de consejo. Por ello, quien pretenda dar un buen consejo debe, primeramente, estar en sintonía con Dios, ya que no se trata de dar opiniones personales, sino de aconsejar bien al necesitado de guía.
3) Corregir al que se equivoca: se refiere sobre todo al pecado. De hecho, otra manera de formular esta obra es: Corregir al pecador. Podemos acordarnos de lo que dice el apóstol Santiago al final de su carta: “el que endereza a un pecador de su mal camino, salvará su alma de la muerte y consigue el perdón de muchos pecados” (St. 5, 20).
4) Perdonar las injurias: en el Padrenuestro decimos: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Perdonar las ofensas significa superar la venganza y el resentimiento. El mayor perdón que ha conocido la historia del hombre es el de Cristo en la Cruz, que nos enseña que debemos perdonar todo y siempre: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34).
5) Consolar al triste: muchas veces, se complementará con dar un buen consejo, que ayude a superar esa situación de dolor o tristeza. Acompañar a nuestros hermanos en todos los momentos, pero sobre todo en los más difíciles, es poner en práctica el comportamiento de Jesús que se compadecía del dolor ajeno.
6) Sufrir con paciencia los defectos de los demás: la paciencia ante los defectos ajenos es virtud y es una obra de misericordia. Sin embargo, hay un consejo muy útil: cuando el soportar esos defectos causa más daño que bien, con mucha caridad y suavidad, debe hacerse la advertencia.
7) Orar por vivos y difuntos: san Pablo recomienda orar por todos, sin distinción, también por gobernantes y personas de responsabilidad, pues “El quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (ver 1 Tim 2, 2-3).
Es tiempo de misericordia, ¿te atreves a recibirla y a ofrecerla? ¡Jesús Misericordioso te bendiga y la Virgen Santa te cuide! Amén.
Hola amigos: es tiempo de misericordia, y para bien vivirla el Papa Francisco en la Bula Misericordiae Vultus, afirma que “Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales”. Por eso hoy quiero ofrecerles una breve explicación de las obras de misericordia corporales, son siete, a saber:
1º) Dar de comer al hambriento y 2º) dar de beber al sediento: estas dos primeras se complementan y se refieren a la ayuda que debemos procurar en alimento a los más necesitados, a aquellos que no tienen lo indispensable para poder comer cada día.
Jesús, según recoge el evangelio de san Lucas recomienda: «El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo» (Lc 3, 11).
3º) Dar posada al peregrino: en la antigüedad el dar posada a los viajeros era un asunto de vida o muerte, por lo complicado y arriesgado de las travesías. No es el caso hoy en día. Pero, aún así, podría tocarnos recibir a alguien en nuestra casa, no por pura hospitalidad de amistad o familia, sino por alguna verdadera necesidad.
4º) Vestir al desnudo: esta obra de misericordia se dirige a paliar otra necesidad básica: el vestido. A la hora de entregar nuestra ropa no demos sólo de lo que nos sobra o ya no nos sirve, también podemos dar de lo que aún es útil.
5º) Visitar al enfermo: se trata de una verdadera atención a los enfermos y ancianos, tanto en el aspecto físico, como en hacerles un rato de compañía.
El mejor ejemplo de la Sagrada Escritura es el de la Parábola del Buen Samaritano, que curó al herido y, al no poder continuar ocupándose directamente, confió los cuidados que necesitaba a otro a quien le ofreció pagarle. (ver Lc. 10, 30-37).
6º) Visitar a los encarcelados: consiste en visitar a los presos y prestarles no sólo ayuda material sino una asistencia espiritual que les sirva para mejorar como personas, enmendarse, aprender a desarrollar un trabajo que les pueda ser útil cuando terminen el tiempo asignado por la justicia, etc.
7º) Enterrar a los difuntos: Cristo no tenía lugar sobre el que reposar. Un amigo, José de Arimatea, le cedió su tumba, y tuvo valor para presentarse ante Pilato y pedirle el cuerpo de Jesús. ¿Por qué es importante dar digna sepultura al cuerpo humano? Porque el cuerpo humano ha sido templo de Dios. Somos “templos del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19).
Es tiempo de misericordia, ¿te atreves a recibirla y a ofrecerla? ¡Jesús Misericordioso te bendiga y la Virgen Santa te cuide! Amén.
Hola amigos: es tiempo de misericordia, y hemos reflexionado en los dos programas anteriores como los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, son expresión concreta de la Misericordia de Dios, y hoy vamos a referirnos a la gracia inicial de Misericordia que recibimos en el Sacramento del Bautismo.
Con el Bautismo recibimos una manifestación grande de la misericordia de Dios en nuestra vida, para salvarnos. La experiencia bautismal es nuestra “puerta de la fe y fuente de la vida cristiana”, de nuestra relación con Dios, y constituye una verdadera inmersión en la muerte de Cristo para resurgir con Él a una nueva vida.
La espiritualidad contenida en el Sacramento del Bautismo es “un baño de regeneración por el agua y el Espíritu y que nos ilumina con la gracia de Cristo, para que seamos también luz para los demás”. Según nos enseña el Papa Francisco.
Ahí recibimos la gracia de ser “hijos de Dios y miembros de su Iglesia”, promesa pronunciada por el mismo Jesús, Dios con nosotros: “El que crea y se bautice, se salvará” (Mc 16, 15-16).
En el sacramento del Bautismo está implícita la misión de la Iglesia, nuestro quehacer como miembros de la Iglesia de Cristo: la de “evangelizar y perdonar los pecados”. Jesús confía la administración de su misericordia a sus discípulos, pero antes les bautiza haciéndoles nacer en su Iglesia y para su Iglesia.
El Bautismo es como el “acta de nacimiento”, la “tarjeta de identidad como hijos de Dios” y trabajadores de su Reino. En el Bautismo, el Señor nos da la gracia que ha confiado en cada uno de sus hijos para ser con Él y en Él, promotores de su Espíritu Salvador.
El Bautismo es nuestra segunda natividad. La primera ha sido al venir a este mundo, llamados por el Señor mediante el amor de nuestros padres terrenos. Luego nacemos como hijos de su Iglesia. Y este nacer nos prepara y mantiene en camino para la tercera natividad, cuando seamos llamados por Él, para la vida eterna.
El día de nuestro Bautismo es el punto de partida de un camino hacia Dios, que dura toda la vida, un camino de conversión y que se sostiene continuamente por el Sacramento de la Penitencia, donde experimentamos la ternura de la misericordia de Dios.
La fe que se nos da en el Bautismo es manifestación de su misericordia y se renueva cada vez que pasamos la puerta de la misericordia al entrar en el confesionario, con el deseo de la purificación que estamos necesitando.
Es tiempo de misericordia, ¿te atreves a recibirla y a ofrecerla? ¡Jesús Misericordioso te bendiga y la Virgen Santa te cuide! Amén.
Hola amigos: es tiempo de misericordia, y para poder recibirla con un corazón bien dispuesto necesitamos ser lavados de nuestros pecados cada día, por eso necesitamos la confesión de los pecados de la que habla san Juan en su carta:
“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad.” (1Jn 1, 8–9). En la confesión el Señor nos lava sin cesar los pies sucios para poder así sentarnos a la mesa con Él.
Como recuerda el Papa Francisco en una de sus catequesis: «El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación brota directamente del misterio pascual. En efecto, la misma tarde de la Pascua el Señor se aparece a los discípulos, encerrados en el cenáculo, y, tras dirigirles el saludo “Paz a vosotros”, sopló sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn 20, 21–23).
Este pasaje nos descubre la dinámica más profunda contenida en este sacramento. Ante todo, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podamos darnos nosotros mismos. Yo no puedo decir: me perdono los pecados. El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús.
El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto de Cristo crucificado y resucitado».
El Señor Jesús es muy bueno y jamás se cansa de perdonarnos. Incluso cuando la puerta que nos abrió el Bautismo para entrar en la Iglesia se cierra un poco, a causa de nuestras debilidades y nuestros pecados, la Confesión Sacramental la vuelve abrir, precisamente porque es como un segundo Bautismo que nos perdona todo y nos ilumina para seguir adelante con la luz del Señor.
Una vez que se nos ha abierto la puerta del amor de Dios por el bautismo, en primer lugar, y por la penitencia que «nos permite experimentar en carne propia la grandeza de la misericordia», podemos entonces introducirnos y llenarnos de la misericordia divina, identificándonos con el amor de Dios que se hace presente en la Santa Misa.
El profeta Joel pone en boca de Dios: “Volved a mí con todo el corazón” (2, 12). Si, esta es la necesidad que todos tenemos: volver al Dios de la Misericordia del que por nuestros pecados nos hemos alejado.
Es tiempo de misericordia, ¿te atreves a recibirla y a ofrecerla? ¡Jesús Misericordioso te bendiga y la Virgen Santa te cuide! Amén.
Efectivamente, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). La Escritura Santa nos recuerda una y otra vez que Dios nos ama, también en nuestra caída y no nos abandona.
Por esto rezamos en la Plegaria eucarística cuarta: «Y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busque...».
Al mismo tiempo la Eucaristía, como recuerda el Papa Francisco con la Tradición de la Iglesia, «si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles».
Por eso el Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda, hablando de los frutos de la comunión, que ésta nos separa del pecado, es decir, borra los pecados veniales y preserva de futuros pecados mortales.
Así pues, la Eucaristía es el sacramento de quienes se han dejado reconciliar por el Señor, y así se ponen en sus manos; por eso exige unas condiciones para participar en ella, presupone que ya se ha dado la incorporación al misterio de Jesús.
La Eucaristía no es el sacramento de la reconciliación, sino que es el sacramento de los reconciliados y al mismo tiempo es antídoto pues no puede unirnos a Cristo sin purificarnos de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados.
Como sigue afirmando el Papa Francisco: «La Eucaristía constituye la cumbre de la acción de salvación de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido por nosotros, vuelca, en efecto, sobre nosotros toda su misericordia y su amor, de tal modo que renueva nuestro corazón, nuestra existencia y nuestro modo de relacionarnos con Él y con los hermanos.
Es por ello que comúnmente, cuando nos acercamos a este sacramento, decimos “recibir la Comunión”, “comulgar”: esto significa que en el poder del Espíritu Santo, la participación en la mesa eucarística nos conforma de modo único y profundo a Cristo, haciéndonos pregustar ya ahora la plena comunión con el Padre que caracterizará el banquete celestial, donde con todos los santos tendremos la alegría de contemplar a Dios cara a cara».
Es tiempo de misericordia, ¿te atreves a recibirla y a ofrecerla? ¡Jesús Misericordioso te bendiga y la Virgen Santa te cuide! Amén.