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¡Hola familia querida!, nos encontramos una vez más para seguir dialogando en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior “Debemos actualizar la memoria del propio bautismo, para renovar nuestra fidelidad personal a la vocación cristiana”. Hoy le preguntamos ¿Cuál es el fundamento de una auténtica evangelización? Le escuchamos:
“El futuro de la evangelización requiere una continua conversión a Cristo de todos los hijos de Dios. Será posible afrontar los grandes retos de la hora presente si todos luchamos por participar cada vez más hondamente en los misterios de Cristo, muerto y resucitado por la salvación de los hombres.
La enseñanza de San Pablo es siempre actual: hemos de manifestar nuestra conversión en obras (cf. ibíd., 26, 20). Obras propias de la nueva vida de los hijos de Dios en Cristo, en las que se ejercen las tres virtudes teologales, que son como el entramado de la existencia cristiana: la fe, la esperanza y la caridad.
El Papa os exhorta a que crezcáis en vuestro conocimiento del depósito de la Verdad revelada; y que vuestra fe se muestre siempre con obras, como claro testimonio del Evangelio que debe iluminar todos los instantes de vuestra existencia y también vuestra actitud ante las grandes opciones que plantea a diario la vida.
El mensaje del Evangelio transmite la única esperanza capaz de colmar las ansias de bien y de felicidad a todo ser humano: la esperanza de participar en la herencia de los santos. Y esa herencia es Dios mismo, al que, si somos fieles en esta vida, conoceremos cara a cara y amaremos por toda la eternidad en el cielo.
De ahí que nuestra esperanza también se extienda al presente, en el que estamos ciertos que jamás nos faltará la protección y la ayuda amorosa y paternal del Altísimo, para peregrinar gozosamente hasta nuestro destino final. Este es el mensaje de esperanza que os deja el Papa.
El amor cristiano ha sido siempre, el alma de la evangelización; la caridad apostólica ha sido la fuerza divina que ha movido a los misioneros y evangelizadores, y que ha de seguir impulsando el crecimiento de la obra de Cristo entre vosotros, a la que estáis llamados a participar con vuestro apostolado.
“Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28, 18): son palabras de Jesús, con las que muestra el fundamento de toda la misión de la Iglesia. Ante esas palabras se disipa cualquier duda o temor. El Señor nos acompaña; Él está siempre presente en nuestra vida con su Palabra y con los Sacramentos, que aseguran su acción salvífica en medio de nosotros hasta el fin de los tiempos”.
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “El Señor nos acompaña; Él está siempre presente en nuestra vida con su Palabra y con los Sacramentos”. Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos encontramos una vez más para seguir con nuestros diálogos en la fe con san Juan Pablo II, -que si bien son imaginarios en su armado, son fidedignos al magisterio que nos dejó el Mensajero de la Paz- quien nos decía en el programa anterior “¡Vale la pena volver al Padre Dios para ser perdonados!”. Hoy le preguntamos ¿Cuál es nuestro deber con respecto a la fe en Cristo recibida en el Bautismo? Le escuchamos:
“San Pablo, tras narrar la historia de su conversión al Rey Agripa, agrega: “Desde ese momento, Rey Agripa, nunca fui infiel a esta visión celestial” (Hch 26, 19). La Iglesia, a pesar de las debilidades de algunos de sus hijos, siempre será fiel a Cristo y, apoyada en el poder de su Fundador y Cabeza, seguirá proclamando el Evangelio y bautizando a los hombres en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
Al contemplar cómo el mandato de predicar y bautizar se ha hecho realidad en todo el mundo, la Iglesia confiesa humildemente que ha recibido la misión y la autoridad de Cristo para continuar a través de los siglos su obra redentora. La Iglesia, en lo que a ella se refiere, quiere celebrar su fe con la humildad de la verdad, sin triunfalismos ni falsos pudores.
Esa verdad sobre el ser y el destino del hombre me hace afirmar, con renovada convicción, que éste es un tiempo de esperanza, no sólo por la calidad de tantos hombres y mujeres fieles a su fe, sino principalmente por su correspondencia a la Buena Nueva de Cristo.
Por eso, hemos de sentirnos llamados a hacernos presente en la Iglesia universal y en el mundo con una renovada acción evangelizadora, que muestre la potencia del amor de Cristo a todos los hombres, y siembre la esperanza cristiana en tantos corazones sedientos del Dios vivo.
Así, mirar hacia el pasado de la evangelización, no es una muestra de sentimentalismo nostálgico, ni un llamado al inmovilismo. Por el contrario, es reconsiderar la presencia permanente de Cristo en la Iglesia y en el mundo, y profundizar en esta vital conexión con la perenne novedad del Evangelio, que fue sembrado.
Este proceso de progresiva maduración en la fe bautismal, debe madurar también en la vida de cada cristiano. Para esto debemos actualizar la memoria del propio bautismo. Ello nos dará ocasión de renovar nuestra fidelidad personal a la vocación cristiana que nace de ese sacramento.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “Debemos actualizar la memoria del propio bautismo, para renovar nuestra fidelidad personal a la vocación cristiana”. Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos encontramos nuevamente para seguir dialogando en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior “¡Cultivad con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, mirando siempre también por el bien de toda la familia humana!”. Hoy le preguntamos ¿La conversión se debe ver en las obras de la vida? Le escuchamos:
“Amadísimos hermanos y hermanas: la respuesta la da la misma Sagrada Escritura en el libro de los Hechos de los apóstoles, capítulo 26, versículo 20: ‘Les prediqué que era necesario arrepentirse y convertirse a Dios, manifestando su conversión en obras’.
Con estas palabras, el mismo San Pablo, el Apóstol de las Gentes, compendia el contenido de su predicación. Él había ido por el mundo para difundir el mensaje de Jesús entre los hombres de su tiempo, repitiendo la invitación apremiante del Maestro: “Se ha cumplido ya el tiempo, y el reino de Dios está cerca: haced penitencia, y creed la Buena Nueva” (Mc 1, 15).
Toda la Iglesia, a lo largo de estos dos milenios de su peregrinación por esta tierra, no cesa de anunciar a toda la humanidad ese mensaje de penitencia y conversión a Dios. Un mensaje que es divinamente eficaz, porque en la fuerza de la Palabra y los Sacramentos opera el poder de Cristo, el Hijo de Dios encarnado.
Nuestra Madre la Iglesia, por ejemplo en cada Cuaresma, nos anima a “anhelar..., con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que... por la participación en los misterios que nos dieron nueva vida, alcancemos la gracia de ser con plenitud hijos de Dios”. La liturgia nos llama a crecer en esa nueva vida que recibimos en el momento del bautismo, participando en los misterios de la muerte y resurrección de nuestro Salvador.
La penitencia y conversión, recuerdan, con particular intensidad, que para vivir como cristianos no basta haber recibido la gracia primera del bautismo, sino que es preciso crecer continuamente en esa gracia. Además, ante la realidad del pecado, resulta necesario arrepentirse y convertirse a Dios, manifestando la conversión con obras.
Es el paso de las tinieblas a la luz, del pecado a la gracia, de la esclavitud del demonio a la amistad con Dios, que tuvo lugar en las aguas de nuestro bautismo, y se vuelve a realizar cada vez que se recupera la gracia mediante el sacramento de la penitencia. Queridos hermanos y hermanas: ¡Vale la pena volver al Padre Dios para ser perdonados!”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “¡Vale la pena volver al Padre Dios para ser perdonados!” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos encontramos nuevamente para seguir dialogando en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior “¡Debemos dejarnos guiar por el Espíritu Santo para ser libres y nunca esclavos del pecado!”. Hoy le preguntamos ¿Estamos sólo llamados a ser ciudadanos del cielo? ¿Y de nuestra patria? Le escuchamos:
“El estilo de vida de los hijos de Dios ha de informar todas las dimensiones de la existencia humana; y, por tanto, también vuestra misma identidad como ciudadanos, a la vez que vuestro comportamiento a nivel individual, familiar y social.
Esto es así, porque como nos enseña el Concilio Vaticano II, “con su encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo con cada hombre. Trabajó con manos de hombre, reflexionó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad humana y amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (cf. Hb 4, 15)” (Gaudium et spes, 22).
A vosotros, católicos, os corresponde, restaurar, trabajando con todos los hombres, el orden de las cosas temporales y perfeccionarlo sin cesar, según el valor propio que Dios ha dado, considerados en sí mismos, a los bienes de la vida y de la familia, la cultura, la economía, las artes y profesiones, las instituciones de la comunidad política, las relaciones internacionales, etc (Ibíd., 7).
¿Está vigente hoy la piedad en la vida civil, el amor a la propia patria o patriotismo? Para un cristiano se trata de una manifestación, con hechos, del amor cristiano; es también el cumplimiento del cuarto mandamiento, pues la piedad, en el sentido que venimos diciendo incluye –como nos enseña Santo Tomás de Aquino– honrar a los padres, a los antepasados, a la patria.
El Concilio Vaticano II ha dejado, también a este respecto, una enseñanza luminosa. Dice así: “Cultiven los ciudadanos con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, pero sin estrechez de espíritu, de suerte que miren siempre también por el bien de toda la familia humana, unida por toda clase de vínculos entre las razas, los pueblos y las naciones” (Gaudium et spes, 75).
Considerad, pues, que el amor a Dios Padre, proyectado en el amor a la patria, os debe llevar a sentiros unidos y solidarios con todos los hombres. Repito: ¡con todos! Pensad también que la mejor manera de conservar la libertad que vuestros padres os legaron se arraiga, sobre todo, en acrecentar aquellas virtudes –como la tenacidad, el espíritu de iniciativa, la amplitud de miras– que contribuyen a hacer de vuestra tierra un lugar más próspero, fraterno y acogedor.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “¡Cultivad con magnanimidad y lealtad el amor a la patria, mirando siempre también por el bien de toda la familia humana!” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, una vez más juntos para seguir dialogando con san Juan Pablo II, quien nos decía en nuestro encuentro anterior “¡Somos hijos de Dios! Hijos de Dios libres y veraces”. Hoy le preguntamos ¿Cómo hacemos para no caer en la esclavitud del pecado? Le escuchamos:
“La libertad que nos ha dado Cristo, nos libra, como nos enseña San Pablo, de la esclavitud de los “elementos del mundo”; es decir, de la errónea elección del hombre que le lleva a servir y hacerse esclavo de “los que por naturaleza no son dioses”: el egoísmo, la envidia, la sensualidad, la injusticia y el pecado en cualquiera de sus manifestaciones.
La libertad cristiana nos lleva a honrar a Dios Padre siguiendo el ejemplo de Cristo, el Hijo unigénito, que siendo “igual a Dios”, se hizo “semejante a los hombres; y en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 6-8). El Salvador nos redimió obedeciendo al Padre por amor, movido por el Espíritu Santo.
Y ese mismo Espíritu, que nos envió Dios, clama “Abba!”. Esta palabra “Abba” era el nombre familiar con el que un niño se dirigía a su padre en lengua hebrea; una palabra fonéticamente muy parecida a la que vosotros soléis emplear para dirijiros a Dios Padre, llamándole Papá Dios, con tanta veneración y confianza.
Para Jesús, hacer la voluntad de Dios era el alimento de su existencia (cf. Jn 4, 34). Y lo mismo debe suceder en la vida de los hijos de Dios: ¡Debemos concebir nuestra existencia como un acto de servicio, de obediencia, al designio libre, amoroso y soberano de nuestro Padre Dios! Haciendo lo que Dios quiere, también con sacrificio, nos revestimos de la libertad, del amor y de la soberanía de Dios.
Comprendéis que es ésta una tarea que nos supera; pero no estamos solos; es el mismo Espíritu quien “intercede por nosotros con gemidos inefables”. Debemos no vivir según la carne, sino según el Espíritu.
Las obras de la carne son entre otras: la lujuria, las enemistades, las peleas, las envidias, las embriagueces. Los frutos del Espíritu, en cambio, son caridad, alegría, paz, longanimidad, mansedumbre, continencia. La libertad es para hacer el bien, para crecer en amor y verdad. Sin esta dimensión espiritual de la libertad, una persona humana no es libre de veras. Se deja sometida, se deja esclavo de sus pasiones, de sus pecados. Eso no es libertad.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “¡Debemos dejarnos guiar por el Espíritu Santo para ser libres y nunca esclavos del pecado!” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!