Homilía con motivo de las Ordenaciones de presbíteros y diáconos, celebradas el 12 de octubre de 2013

Homilía de D. Joaquín María López de Andújar, Obispo de Getafe, con motivo de las Ordenaciones de presbíteros y diáconos, celebradas el 12 de octubre de 2013, en el Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, del Cerro de los Ángeles.

Querido hermano en el episcopado, D. José, queridos sacerdotes, queridos seminaristas, consagrados y consagradas, queridos hermanos y hermanas. Saludo con mucho afecto a los padres y familiares de los que hoy van a recibir el sagrado orden del diaconado y del presbiterado.

“Ya no os llamo siervos (…) a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”. Durante la última Cena, Jesús dirige estas palabras a los apóstoles, al instituir el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, a la vez que les encargaba: “Haced esto en conmemoración mía”.

Estas palabras de Jesús, van dirigidas hoy a vosotros, queridos ordenandos, de una manera especial, Son palabras íntimamente relacionadas con la vocación sacerdotal. Cristo hace sacerdotes a los apóstoles, confiando en sus manos el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre: ese Cuerpo que será ofrecido en la cruz, esa Sangre, que será derramada, constituye la memoria del sacrificio de la cruz de Cristo.

Y en este contexto tan solemne y, a la vez, tan íntimo, Jesús llama a los apóstoles, amigos: “a vosotros os llamo amigos”. Y les llama amigos porque les está entregando su Cuerpo y su Sangre. Está poniendo en las manos de los apóstoles su misma vida. Jesús, les está diciendo que quiere vivir en ellos, que quiere hacerse vida para el mundo en ellos, que quiere que el mundo reconozca la presencia de Cristo en ellos. A partir de aquel momento, realizando sacramentalmente este sacrificio eucarístico, los apóstoles van a empezar a actuar en su nombre, van a representarle personalmente, van a actuar in persona Christi.

En esto consiste la grandeza del sacerdocio ministerial que hoy, los que vais a ser ordenados presbíteros, vais a recibir. Es este un día muy importante en vuestra vida y en la vida de la Iglesia y en nuestra Diócesis.

La liturgia de hoy en la ordenación de los diáconos, pero sobre todo en la ordenación de los presbíteros, manifiesta de modo muy profundo la verdad sobre la vocación sacerdotal. Quiero destacar cuatro aspectos importantes de la vocación sacerdotal:

1.- En primer lugar: la vocación sacerdotal es ante todo una iniciativa de Dios. Dios llama continuamente al sacerdocio, como anteriormente había llamado al profeta Jeremías. Es muy impresionante la descripción que Jeremías hace de esta llamada. “Antes de haberte formado yo en el seno materno te conocía”. El “conocer” de Dios es una elección, es una llamada a participar en su plan de salvación sobre los hombres. A la luz del misterio de la encarnación esta elección, y esta llamada, hay que verlas íntimamente relacionadas con el sacerdocio de Cristo. Es una llamada a participar en el sacerdocio de Cristo.

2.- En segundo lugar: en la vocación sacerdotal, junto a esa elección fruto de una iniciativa divina, junto a esta llamada, viene la consagración. “Antes de que nacieses te tenía consagrado”. La consagración a Dios significa dedicación plena a Él, significa dedicación total de la vida a una misión, bajo la acción del Espíritu Santo que unge y envía.

Por la ordenación sagrada el sacerdote participa de la unción y misión de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, “ungido y enviado por el Espíritu Santo para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4,18). Lo que se produce en el sacerdote, en virtud de la ordenación sacerdotal, es una verdadera expropiación. El sacerdote, con la gracia del Espíritu Santo, deja de pertenecerse a sí mismo, para pertenecer sólo a Dios; y llegar a reproducir en él la experiencia de san Pablo: “ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

Queridos ordenandos: si la vocación sacerdotal es un don tan grande para la Iglesia, ello quiere decir que ya no os pertenecéis a vosotros mismos, sino que sois propiedad de Cristo que vive en la Iglesia y que os espera en los múltiples campos del apostolado.

3.- En tercer lugar, podemos decir que el compromiso del sacerdocio, porque supone una pertenencia plena y exclusiva al Señor, lleva el sello de lo eterno. Sois consagrados para siempre. No es una decisión sujeta al vaivén del tiempo ni a las visicitudes de la vida. Ni puede fundarse en sentimientos o emociones pasajeras. Implica, como el verdadero amor la permanencia de la fidelidad. Sois llamados a estar siempre con el Señor, a perpetuar día a día su amistad para moldearos en su Corazón. Sólo a la luz del amor del Corazón de Cristo comprenderéis y viviréis las exigencias evangélicas del sacerdocio ministerial. Vuestra juventud la habéis de poner plenamente, sin reservas, al servicio de Cristo para convertiros en instrumentos de salvación en todo el mundo.

4.- Y, en cuarto lugar, esta elección del Señor va siempre acompañada de una presencia suya, que nos llena de paz y nos ayuda a superar todos los temores. Es una presencia que nos capacita para realizar la misión que nos confía. Cuando pensamos en una entrega tan plena, surge siempre en nosotros el temor de no ser capaces de ello. Pero el Señor responde a nuestros miedos diciéndonos con las palabras del profeta Jeremías. “No les tengas miedo”. No te dejes invadir por dudas y desalientos. “yo estoy contigo”. La debilidad humana, que Dios conoce, no es obstáculo para cumplir la misión que el Señor te confía. Si, con humildad, sabes reconocer tu fragilidad y te sabes poner confiadamente en sus manos, experimentarás continuamente en tu vida, con asombro, la fortaleza que viene de Dios.

Cuando reconocemos la propia debilidad es cuando somos fuertes  (cf. 2, Cor 12,10). “Muy a gusto presumo de mis debilidades - nos dice el apóstol san Pablo – porque así residirá en mi la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de mis debilidades. (…) Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.” (2 Co 12,9-10).

Jesús resucitado, ante las dudas de los apóstoles les dice: “¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo en persona” (Lc 24,36). “Yo estaré con vosotros” (Mt. 28,30”. “A dondequiera que yo te envíe irás” (Jr 1,7) “Mira, he puesto mis palabras en tu boca” (Jr 1,9). Son palabras de vida eterna” (Jn 6,68).

Podemos tener miedo a la debilidad humana; pero nunca hemos de tener miedo a la llamada que viene de Dios. La llamada que viene de Dios indica siempre un camino maravilloso. Es una llamada que nos invita a participar en las grandes cosas de Dios. Es un camino que nos introduce en la intimidad de Dios, para ser testigos de su amor entre los hombres. “Vosotros sois mis amigos”.

Somos los amigos del Señor.

La segunda lectura, de la carta a los Efesios, se refiere a nuestro modo de vivir. No podemos vivir de cualquier manera. No podemos acomodarnos a los usos de este mundo que pasa. El apóstol nos invita a un modo de vivir que favorezca y refleje la vocación a la que hemos sido llamados. Los que, por la misericordia de Dios hemos tenido la dicha de haber sido llamados a una misión tan grande y tan bella hemos de estar muy atentos a las palabras del apóstol: “Yo, el prisionero por el Señor; os ruego que andéis como pide la vocación a la que hemos sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener al unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.” (Ef 4,1-7).

Queridos ordenandos: tenéis que estar a la altura de la vocación a la que habéis sido llamados. Pensad, en todo momento, que el camino hacia la santidad sacerdotal y el apostolado es un camino de pobreza interior, de desprendimiento, de humildad y de confianza en el Señor. Esta actitud de humildad, que, en el fondo, es una actitud de autenticidad y de verdad, os hará reconocer con gozo que la vocación sacerdotal es un don del Corazón de Cristo y una opción que llega a lo más profundo de vuestro ser.

San Juan de Ávila exhortaba con vehemencia a los sacerdotes a identificarse con Cristo, no sólo en el sacrificio eucarístico, sino en toda su vida. “El sacerdote, que en el consagrar y en los vestidos sacerdotales representa al Señor en su pasión y en su muerte, que le representa también en la mansedumbre con que padeció, en la obediencia, aun hasta la muerte de cruz; en la limpieza de la castidad, en la profundidad de la humildad, en el fuego de la caridad que haga al sacerdote rogar por todos con entrañables gemidos y de ofrecerse a sí mismo a pasión y muerte por el remedio de ellos, si el Señor le quisiere aceptar” (Tratado del sacerdocio, n.26)

El apóstol san Pablo, en su carta a los Efesios, nos invita también a ser vínculo de unidad en la Iglesia. “Un sólo cuerpo y un solo Espíritu como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados” (Ef 4. 7-13). Si bien es verdad que la gracia del sacerdocio es un don que Dios os hace a cada uno de vosotros, esta gracia es, sobre todo, un don para la Iglesia. Es un don, no para vosotros, sino para la Iglesia. Lo que vais a recibir no es para vosotros, para que lo guardéis y disfrutéis vosotros; es un don que está al servicio de la Iglesia.

Y en la Iglesia, como nos enseña el mismo apóstol, existen dones diferentes: “A cada uno de nosotros le ha sido concedida la gracia según la medida del don de Cristo” (Ef 4,7). Todos los diversos dones y carismas forman parte esencial e irrepetible del don de Cristo. Todas las gracias y ministerios sirven conjuntamente para “edificar el cuerpo de Cristo”. Entre todos estos dones, el sacerdocio tiene una especial importancia.

El carisma del sacerdocio es el carisma de la unidad; es el carisma integrador de todos los carismas; es el carisma que, por participar de modo singular en el sacerdocio de Cristo, acoge todos los carismas, como dones del Espíritu, y los orienta hacia la edificación de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. El carisma del sacerdocio es el carisma de la comunión.

La diversidad y la peculiaridad de los dones hay que reconocerla, amarla y vivirla, precisamente, para construir el único Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, animada por un único Espíritu. En la medida en que améis gozosamente vuestro sacerdocio, os sentiréis llamados a apreciar, respetar, suscitar y cultivar todos los carismas de la comunidad eclesial, para construir el Cuerpo de Cristo hasta la perfección y la plenitud. La identidad sacerdotal es una realidad gozosa que se experimenta especialmente cuando amamos el don recibido para servir mejor a los demás con la actitud de “dar la vida” como el Buen Pastor.

Este corazón de pastor, este amor a la Iglesia, esta acogida de todos los carismas que la enriquecen, despertará constantemente en vosotros el ardor misionero y os hará sentir cada día, con mayor anhelo, el deseo ardiente de Cristo de llegar a todos aquellos que no han tenido la dicha de conocer al Señor. “También tengo otras ovejas que no son de este redil” (Jn 10,16). Es la llamada del Señor a la Misión: “id al mundo entero y predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16,15). Id a los que están lejos. Id a tantos hijos pródigos, que después de malgastar los dones de Dios, viven en tierra extranjera, muriéndose de hambre: hambre de amor y hambre de verdad.

Concluyo invitándoos, queridos ordenandos, a tener muy grabada en vuestro corazón la parábola de Buen Samaritano Está parábola será el referente bíblico para la Gran Misión que estamos preparando. Cristo es el verdadero buen samaritano que nos llama a salir a los caminos del mundo para buscar a los hombres heridos por el pecado. Cristo es el verdadero  prójimo del hombre caído, es el Bendito que viene en el nombre del Señor, el Dios con nosotros, el Dios que estará con nosotros hasta el fin del mundo, el Buen Pastor que busca la oveja perdida.

El despojo que supone esta apertura del Señor, esta cercanía, este dejarse tocar por la gente que lo reclama y lo va como “deshilachando”, sacándole gracia tras gracia, es un despojo total que culminará en la Cruz.

Los sacerdotes hemos de hacer sacramentalmente presente entre los hombres a Cristo, buen samaritano; y, lo mismo que Él, identificados con Él, hemos de tener bien abiertos los ojos del corazón para ver, para conmovernos y para acercarnos a tantos hermanos nuestros que viven sin fe, sin esperanza, sin ilusión, solos y abatidos, intentando llenar su sed de felicidad con alimentos que no sacian. No estemos siempre esperando a que estos hombres, alejados de la fe, vengan a nosotros; acerquémonos nosotros a ellos, como el buen samaritano. Tomemos nosotros la iniciativa. Esa es la Misión a lo que os invito, a vosotros y a toda la diócesis.

Os invito a acercaros a todos los que viven abatidos. Para que, como el buen samaritano, curéis sus heridas. Y después de curar sus heridas, en un diálogo lleno de respeto y de amor, los traigáis a la posada, que es la Iglesia, para cuidarles y sanarles con la Palabra de Cristo y con los sacramentos de la salvación.

Queridos ordenandos, queridos sacerdotes, queridos seminaristas, el Señor nos llama a compartir con Él esta búsqueda, este despojo total de nosotros mismos y esta cruz, fuente de vida. Démosle gracias por haber puesto su mirada en nosotros.

Y que la Virgen María, Madre del Señor, en esta fiesta del Nuestra Señora del Pilar, interceda por nosotros.

En este momento tan solemne, miremos a María, Madre amorosa de los sacerdotes, y pidámosle que nos enseñe a amar a Jesús, como Ella lo amó, y nos enseñe a mirar el mundo con una mirada apostólica, con la mirada de Jesús, buen samaritano.

Madre de la Iglesia, madre de los sacerdotes, ruega por nosotros.

+ Joaquín María López de Andújar
Obispo de Getafe

Jueves santo

HOMILIA JUEVES SANTO 2015

“Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1)

En la víspera de su pasión y muerte, el Señor Jesús quiso reunir en torno a sí, una vez más, a sus Apóstoles para ofrecerles los últimos consejos, abrirles el corazón como lo haría el mejor de los amigos y darles el testimonio supremo de su amor.

Vamos a situarnos en la escena que describe el evangelio. Entremos también nosotros, como dice el evangelio, en la “sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes” (Mc 14, 15) y dispongámonos a escuchar los pensamientos más íntimos que el Señor quiere comunicarnos; dispongámonos, en particular, a acoger el gesto y el don que ha preparado para esta última cita.

Contemplemos primero el gesto. Es el gesto del lavatorio de los pies. Mientras están cenando, Jesús se levanta de la mesa y comienza a lavar los pies a los discípulos. Pedro, al principio, se resiste. Sigue todavía pensando con criterios mundanos. Piensa en un Mesías triunfante se resiste a admitir un Mesías, que se humilla ante sus discípulos. Luego, comprende y acepta. También a nosotros se nos invita a comprender que lo primero que el discípulo debe aprender es ponerse a la escucha de su Señor, abriendo el corazón para acoger la iniciativa de su amor. Tenemos que dejarnos lavar los pies por Él, es decir, tenemos que dejarnos amar por Él, dejar que Él nos perdone, nos purifique, sane nuestras heridas y lave nuestros pecados. Es lo que esta mañana hemos hecho aquí en la celebración del sacramento de la penitencia. Sólo después, con el corazón limpio, seremos invitados a reproducir lo que el Maestro ha hecho con nosotros. Seremos capaces de perdonarnos unos a otros, en el matrimonio, en la familia, entre los hermanos, entre los pueblos Y seremos también llamados a ser capaces, como el buen samaritano de la parábola, a acercarnos al que sufre, para curar sus heridas y subirle a nuestra cabalgadura. Así también el discípulo deberá “lavar los pies” a sus hermanos, traduciendo en gestos de servicio mutuo ese amor, que constituye la síntesis de todo el Evangelio (cf. Jn 13, 1-20). “Os doy un mandamiento nuevo, les dice el Señor, que os améis unos a otros como yo os he amado”.

Después del gesto viene el don. También durante la Cena, sabiendo que ya había llegado su “hora”, Jesús bendice y parte el pan, luego lo distribuye a los Apóstoles, diciendo: “Esto es mi cuerpo”; Y lo mismo hace con el cáliz” diciendo: “Esta es mi sangre” “Haced esto en conmemoración mía” (1 Co 11, 24-25). Jesús se nos entrega como pan de vida para alimentarnos y darnos fuerzas en el camino de la vida, para unirnos íntimamente a Él, para entrar en su mismo misterio de amor y de verdad, y para participar en su entrega al Padre para la Redención de los pecados del mundo.

Lo que con este gesto y este don se está manifestando es el testimonio de un amor llevado “hasta el extremo” (Jn 13, 1). Jesús se da como alimento a los discípulos para llegar a ser uno con ellos. Una vez más se pone de relieve la “lección” que debemos aprender: lo primero que hemos de hacer es abrir el corazón a la acogida del amor de Cristo. Solo acogiendo en nosotros el amor de Cristo podremos amar a los demás. Sólo teniendo a Jesucristo en el centro de nuestra vida podremos nosotros amar a todos con el mismo amor con que Cristo nos ama a nosotros. La iniciativa es suya: su amor es lo que nos hace capaces de amar también, no sólo a nuestros hermanos sino también a nuestros enemigos. “Sin mi no podéis hacer nada”. Si el sarmiento no esta unido a la vida no puede dar fruto.

El lavatorio de los pies y el sacramento de la Eucaristía son dos manifestaciones de un mismo misterio de amor confiado a los discípulos y no podemos separarles. Jesús nos dice: “ lo que yo he hecho con vosotros, también vosotros tenéis que hacerlo, los unos con los otros” (Jn 13, 15).

Cuando Jesús dice a los apóstoles “Haced esto en conmemoración mía” (1 Co 11, 24), en realidad a lo que se está refiriendo es al momento culminante de su existencia terrena, es decir, el momento de su ofrenda sacrificial al Padre por amor a la humanidad, en la cruz. La Ultima Cena es una anticipación sacramental del Sacrificio de la cruz. Cuando celebramos la Eucaristía, lo que estamos celebrando es el memorial de su Pasión y Muerte en la cruz, el memorial de su entrega por amor a todos los hombres para el perdón de los pecados.

Es un “memorial” que se sitúa, ciertamente, en el marco de una cena, la Cena Pascual, en la que Jesús se da a sus Apóstoles bajo las especies del pan y del vino, como su alimento en el camino hacia la patria del cielo. Es muy probable que esta Cena Pascual, Jesús la hiciera coincidir con el día en el que se inmolaban en el Templo los corderos pascuales. En la Cena de Jesús no hay cordero porque el Cordero Pascual es Él mismo que se inmola por nosotros en la cruz y se entrega como alimento y memorial de este sacrificio en el Pan y en el Vino.

El celebrante después de pronunciar las palabras de la consagración proclama, ante la asamblea: “Este es el sacramento de nuestra fe”. Y la asamblea litúrgica responde expresando con alegría su fe y su adhesión, llena de esperanza a este gran Misterio. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. ¡Ven Señor Jesús!” ¡La Eucaristía es un Misterio verdaderamente grande Es un Misterio “incomprensible” para la razón humana, pero sumamente luminoso para los ojos de la fe.

El acontecimiento pascual, de la muerte y resurrección del Señor y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tiene una capacidad verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la Redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, cada vez que se reúne para la celebración de la Eucaristía.

La Mesa del Señor en la sencillez de los símbolos eucarísticos -el pan y el vino compartidos- es también la mesa de la fraternidad concreta y, a la vez, universal. El mensaje que brota de ella es demasiado claro como para ignorarlo: todos los que participamos en la celebración eucarística no podemos quedar insensibles ante las expectativas de los pobres y los necesitados.

Hoy se cumple el décimo aniversario de la muerte del Santo Papa Juan Pablo II. Quiero concluir citando unas palabras suyas en las que recuerda con emoción el cincuenta aniversario de su ordenación sacerdotal. Son todo un testimonio de fe.

“Desde hace más de medio siglo, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en la catedral de Cracovia, mi ojos se han fijado en la Sagrada Forma y en el Cáliz en los que en cierto modo, el tiempo y el espacio se han concentrado y se ha representado de manera viviente el drama del Calvario desvelando su misteriosa “contemporaneidad”. Cada día mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino, consagrados al Divino Caminante, que un día se puso al lado de los dos discípulos de Emaús, para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza. Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra compañía y para confortar vuestra fe os de testimonio de la Santísima Eucaristía (…) Aquí esta el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin para el que todo hombre, aunque sea inconscientemente, mira.” (EdE, 59)

Al terminar la celebración quedará expuesto solemnemente el Santísimo Sacramento en el Monumento. Estamos todos invitados a celebrar y adorar, hasta muy entrada la noche, al Señor que se hizo alimento para nosotros, peregrinos en el tiempo, dándonos su carne y su sangre.

Te adoramos, oh admirable Sacramento de la Presencia de Aquel que amó a los suyos “hasta el extremo”. Te damos gracias, Señor, que en la Eucaristía edificas, congregas y vivificas a la Iglesia.

¡Oh divina Eucaristía, llama del amor de Cristo, que ardes en el altar del mundo, haz que la Iglesia, confortada por ti, sea cada vez más solícita para enjugar las lágrimas de los que sufren y sostener los esfuerzos de los que anhelan la justicia y la paz!

Y tú, María, mujer “eucarística”, que ofreciste tu seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios, ayúdanos a vivir el misterio eucarístico con el espíritu del Magníficat. Que nuestra vida sea una alabanza sin fin al Todopoderoso, que se ocultó bajo la humildad de los signos eucarísticos. Amen

Homilía Misa Crismal

Ungidos con óleo de alegría

Querido, D. José, queridos hermanos en el sacerdocio. Queridos hermanos todos. Me vais a permitir que hoy me dirija de una manera especial a los sacerdotes.

En el Jueves Santo, que por razones pastorales celebramos hoy anticipadamente, hacemos memoria del día feliz de la Institución de la Eucaristía y del Sacerdocio; y también del de nuestra propia ordenación sacerdotal.

El Señor nos ha ungido en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos invita a recibir y hacernos cargo de este gran regalo. Es un verdadero regalo de Dios ser sacerdotes, un regalo para nosotros y un regalo para la Iglesia. Y os invito a sentir hoy, de una manera especial, la alegría y el gozo sacerdotal.

La alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino también para todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual es llamado el sacerdote para ser ungido y al que es enviado para ungir. Hemos sido ungidos con óleo de alegría para ungir con óleo de alegría. La alegría sacerdotal tiene su fuente en el Amor del Padre, y el Señor desea que la alegría de este Amor “esté en nosotros” y “sea plena” (Jn 15,11).

Cuando hablamos de alegría, nuestra mente y nuestro corazón se vuelven a la Virgen María. Ella es, como decimos en el rosario, causa de nuestra alegría. Ella es la madre del Evangelio viviente, ella es manantial de alegría para los pequeños. Mirando a María descubrimos que la misma que alaba a Dios porque “derriba de su trono a los poderosos” y “despide vacíos a los ricos” es la que sabe reconocer las maravillas que Dios en los pequeños. Tenemos que pedir a María que nos enseñe a los sacerdotes a sentirnos pequeños como ella y a vivir el gozo de nuestra pequeñez: una pequeñez en la Dios hace cosas grandes.

Los sacerdotes somos persona muy pequeñas y pobres. La grandeza inmensa del don que nos ha sido dado en el ministerio sacerdotal nos hace sentir los más pequeños de los hombres. El sacerdote es el más pobre de los hombres, si Jesús no lo enriquece con su pobreza, es el más inútil siervo, si Jesús no lo llama amigo, es el más necio de los hombres, si Jesús no lo instruye pacientemente como a Pedro y es el más indefenso de los cristianos, si el Buen Pastor no lo fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote dejado a sus propias fuerzas; por eso tenemos que estar constantemente dirigiéndonos al Señor para decirle con las palabras de la Virgen María, nuestra madre soy sacerdote porque Él miró con bondad mi pequeñez (cf. Lc 1,48). Y desde esa pequeñez asumimos nuestra alegría. ¡ La alegría en nuestra pequeñez!

Podemos descubrir tres rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una alegría que nos unge, es una alegría incorruptible y es una alegría misionera, que irradia y atrae a todos, comenzando por los más lejanos.

En primer lugar es una alegría que nos unge, es decir, es una alegría que penetra hasta lo más íntimo de nuestro corazón, llena todo nuestro ser. Penetra de tal manera que lo configura y lo fortalece sacramentalmente. Los signos de la liturgia de la ordenación nos hablan del deseo maternal que tiene la Iglesia de transmitir y comunicar todo lo que el Señor nos dio: la imposición de manos, la oración de consagración, la unción con el santo Crisma, el revestimiento con los ornamentos sagrados, la participación inmediata en la primera Plegaria Eucarística…, todo en la liturgia de nuestra ordenación nos habla de esta alegría que penetra hasta lo más intimo de nuestro ser. La gracia nos colma y se derrama íntegra, abundante y plena en cada sacerdote. Ungidos hasta lo más íntimo; y nuestra alegría, que brota desde dentro, es el eco de esa unción.

En segundo lugar, una alegría incorruptible. La integridad del Don, a la que nadie puede quitar ni agregar nada, es fuente incesante de alegría: una alegría incorruptible, que el Señor prometió y que nadie nos la podrá quitar (cf. Jn 16,22). Puede estar adormecida o taponada por el pecado o por las preocupaciones de la vida, pero, en el fondo, permanece intacta como el rescoldo de un tronco encendido bajo las cenizas, y siempre puede ser renovada. La recomendación de Pablo a Timoteo sigue siendo actual: Te recuerdo que avives el fuego del don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos (cf. 2 Tm 1,6) .

Y en tercer lugar, una alegría misionera. Este tercer rasgo lo quiero compartir y recalcar especialmente: la alegría del sacerdote está en íntima relación con el santo pueblo fiel de Dios porque se trata de una alegría eminentemente misionera. La unción es para ungir al santo pueblo fiel de Dios: para bautizar y confirmar, para curar y consagrar, para bendecir, para consolar y evangelizar a los que están cerca y a los que están lejos. Y también para orar, porque en el silencio de la oración el pastor, que adora al Padre, está ungiendo a su pueblo con el amor que viene de Dios.

Y como es una alegría que sólo fluye cuando el pastor está en medio de su rebaño es una “alegría custodiada” y cuidada con mucho amor por ese mismo rebaño. ¡Cuantas cosas podríamos decir de los detalles de cariño y ternura que el pueblo de Dios tiene con sus sacerdotes! Incluso en los momentos de tristeza, en los que todo parece ensombrecerse y el vértigo del aislamiento nos seduce, esos momentos apáticos y aburridos que a veces nos sobrevienen en la vida sacerdotal, aun en esos momentos el pueblo de Dios es capaz de custodiar la alegría, es capaz de protegerle, de abrazarle, de ayudarle a abrir el corazón y reencontrar una renovada alegría.

La alegría del sacerdote, dice el Papa Francisco es una” alegría custodiada” por el rebaño y custodiada también por tres hermanas que la rodean, la cuidan, la defienden: la hermana pobreza, la hermana fidelidad y la hermana obediencia.

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana con la pobreza. El sacerdote es pobre en alegrías meramente humanas y mundanas Y como es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios. No se la tiene que procurar a sí mismo.

Y sabemos que nuestro pueblo es muy generoso en agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de bendición y de manera especial los sacramentos. El sacerdote sólo encontrará la alegría saliendo de si mismo, saliendo en busca de Dios en la adoración y dando al pueblo lo que el pueblo más quiere y necesita que es la cercanía del amor de Dios, la presencia viva de Cristo, que en el sacerdote se hace visible, cuando visita y unge a los enfermos, cuando inicia en la fe a los niños, cuando consuela a los que están atribulados, cuando cuida y acompaña a las familias y les habla de Dios, cuando sabe gozar con los gozos grandes y pequeños de los que le han sido confiados y especialmente cuando unido al Señor y actuando en su nombre, celebra la Eucaristía y perdona los pecados. Y no necesita nada más para llevar una vida feliz porque el mismo pueblo se encargará de hacerle sentir y gustar quién es y cómo se llama y cuál es su identidad y le alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus servidores.

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No principalmente en el sentido de que seamos todos “inmaculados” ya que somos pecadores, pero sí en el sentido de renovada fidelidad a su única Esposa, a la Iglesia. Aquí está el sentido profundo del celibato sacerdotal y clave de la fecundidad apostólica. Los hijos espirituales que el Señor le da a cada sacerdote, los que bautizó, las familias que bendijo y ayudó a caminar, los enfermos a los que sostiene, los jóvenes con los que comparte la catequesis y la formación, los pobres a los que socorre… son esa “Esposa” a la que le alegra tratar como predilecta y única amada y serle renovadamente fiel.

Es la Iglesia viva, con nombre y apellido, que el sacerdote pastorea en su parroquia o en la misión que le fue encomendada, la que lo alegra cuando le es fiel, cuando hace todo lo que tiene que hacer y deja todo lo que tiene que dejar con tal de estar firme en medio de las ovejas que el Señor le encomendó: Apacienta mis ovejas, le dice el Señor todos los días (cf. Jn 21,16.17).

La alegría sacerdotal es una alegría que se hermana con la obediencia. Obediencia a la Iglesia en la Jerarquía que nos da, por decirlo así, no sólo el marco más externo de la obediencia: la parroquia a la que se me envía y la tarea particular, que se nos encomienda, sino también la unión con Dios Padre, del que desciende toda paternidad y la obediencia a la Iglesia en el servicio, en la disponibilidad y en la prontitud para cuidar a todos, siempre y de la mejor manera.

Esta disponibilidad del sacerdote hace de la Iglesia casa de puertas abiertas, refugio de pecadores, hogar para los que viven en la calle, casa de bondad para los enfermos, comunidad para los jóvenes, escuela de fe y de amor para los niños y familia de familias para todos. Allí donde el pueblo de Dios tenga un deseo o una necesidad, allí ha de estar el sacerdote para escuchar con atención y para sentir el mandato amoroso de Cristo que lo envía a socorrer con misericordia esa necesidad o para alentar los buenos deseos de los que buscan Dios con un corazón sincero.

Los que hemos sido llamados por Dios para este ministerio sacerdotal, al renovar hoy nuestras promesas sacerdotales, hemos de pedirle al Señor que nos haga comprender que existe en este mundo una alegría genuina y plena: la alegría inmensa de ser sacado del pueblo al que uno ama para ser enviado a él como dispensador de los dones y consuelos de Jesús, el único Buen Pastor que, compadecido entrañablemente de todos los pequeños y excluidos de esta tierra que andan agobiados y oprimidos como ovejas que no tienen pastor, quiso asociarnos, a pesar de nuestra indignidad y pecado, a su ministerio para estar y obrar Él mismo, en la persona de sus sacerdotes, para bien de su pueblo.

En esta Misa Crisma pidamos al Señor Jesús que haga descubrir a muchos jóvenes ese ardor del corazón que enciende la alegría apenas uno tiene la audacia feliz de responder con prontitud a su llamado. Que no tengan miedo a la llamada de Dios, porque en la respuesta a esa llamada encontrarán la mayor alegría.

Pidamos también al Señor Jesús que cuide el brillo alegre en los ojos de los sacerdotes más jóvenes y de los recién ordenados, que salen a comerse el mundo, a desgastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan preparando la primera homilía, la primera misa, el primer bautismo, la primera confesión… Es la alegría de poder compartir –maravillados–, por vez primera como ungidos, el tesoro del Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra manera: con sus necesidades, pidiéndote que los bendigas, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus enfermos… Que el Señor cuide en los jóvenes sacerdotes la alegría de salir de si mismos, de hacerlo todo como nuevo Que el señor les conceda la alegría de quemar su vida por Él.

Pidamos al Señor que confirme la alegría sacerdotal de los que ya tenemos varios o muchos años de ministerio. Cuida Señor la profundidad y la sabia madurez de la alegría de los sacerdotes mayores. Que sepamos rezar todos los días con las palabras del profeta Nehemías: “la alegría del Señor es mi fortaleza” (cf. Ne 8,10).

Pidamos finalmente al Señor Jesús que resplandezca la alegría de los sacerdotes ancianos, sanos o enfermos. Es la alegría de la Cruz, que mana de la conciencia de tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro que se va deshaciendo. Que sepan estar bien en cualquier lado, sintiendo en la fugacidad del tiempo el gusto de lo eterno. Que sientan, Señor, la alegría de pasar la antorcha, la alegría de ver crecer a los hijos de los hijos y de saludar, sonriendo y mansamente, las promesas, en esa esperanza que no defrauda. Amen

El Adviento nos invita a la fidelidad, a la lucha y a la generosidad

EL ADVIENTO NOS INVITA A LA FIDELIDAD, A LA LUCHA Y A LA GENEROSIODAD

El próximo domingo la Iglesia comienza el tiempo litúrgico de Adviento.
El Adviento es el tiempo fuerte de la esperanza cristiana. Es un tiempo para
hacer más viva nuestra esperanza, pero no una esperanza efímera, pequeña,
que se desvanece ante cualquier adversidad, sino una esperaza que llena de
sentido y de luz todas las pequeñas esperanzas que van jalonando la vida
del ser humano: una esperanza que no defrauda.


Una esperanza
1. Que se apoya en la venida histórica de Cristo a nuestro mundo: “El
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
2. Que sabe que esa Palabra hecha carne es Jesucristo que compartió
nuestra condición humana y fue igual en todo a nosotros menos en el
pecado y volverá lleno de fuerza y de gloria al final de los tiempos.
3. Que experimenta la presencia permanente de Cristo hoy, entre
nosotros en la vida de la Iglesia: en la Palabra, en los Sacramentos,
en el amor ala prójimo.


El adviento nos invita a vivir unas actitudes cristianas que son esenciales
para crecer en santidad:
1. La fidelidad a la propia vocación. . El adviento es un tiempo
propicio para preguntarnos: “¿Cómo estoy viviendo la vocación a la que
Dios me ha llamado? Y si esa vocación no está aun suficientemente
definida, preguntarme: “¿Señor qué quieres de mi?” Es dejar que Dios
entre en mi vida, que sea Él quien conduzca mi vida. Es situarme ante Él en
actitud de total fidelidad, buscando y deseando lo que Él quiere en mi vida
familiar, en mis responsabilidades profesionales, en mis tareas apostólicas,
en mi vida espiritual, cuidando y cultivando el encuentro con el Señor, en
la oración, en los sacramentos en la formación cristiana.


2. La actitud de lucha para ir conformando mi vida con las
exigencias que Dios hace sentir en mi alma. El adviento nos invita a no
dormirnos, a estar vigilantes, a no dejarnos arrastrar por formas de vida
que nos desvían del plan de Dios sobre nosotros, a no dejarnos dominar por
la pereza, por el abandono o la dejadez. Es tiempo de lucha y de esfuerzo
para que crezca nuestra libertad y nuestra vida, fortalecida por el don del
Espíritu Santo y por la gracia, que cura las heridas del pecado, se oriente
hacia la verdad y el bien.

3. La actitud de generosidad: no contentarnos con las “medias
tintas”, tener deseos de cosas grandes, aunque esto suponga renuncias y
sacrificios. “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia”, es decir,
“hambre y sed de cosas grandes; hambre y sed de santidad”

En este clima de esperanza, de fidelidad a la propia vocación, de
lucha y de generosidad, se comprende muy bien la invitación de Juan el
Bautista a preparar el camino del Señor: es una llamada al dinamismo, al
entusiasmo y a la responsabilidad para que esta esperanza que llena nuestra
vida no se quede sólo en nosotros sino que se proyecte en el entorno social
en el que nuestra vida esta inmersa. Tenemos que abrir caminos para que la
luz de Dios llegue a todos los hombres. Hemos de abrir caminos de
evangelización en la catequesis, en la liturgia, en la caridad. Hemos de
ayudar y preparar a los jóvenes para el matrimonio y la vida familiar.
Hemos de abrir caminos para que la vida en los ambientes donde vivimos
sea cada vez más fraterna y mas humana.
Estoy seguro de que en vuestras parroquias y comunidades cristianas
encontrareis muchos medios para vivir este tiempo de Adviento con mucho
fruto. No lo dejéis pasar de largo. Aprovechad este tiempo para acercaros
mas a Dios.
Un saludo cordial para todos y mi bendición.

SAN JUAN PABLO II, PATRONO DE EUROPA

Hace unos días el cardenal Estanislao Dziwisz,  que fuera secretario particular  de Juan Pablo II  durante mas de cuarenta años, sugería en Polonia en el Congreso Europa Chistri, que sería muy bueno nombrar a Juan Pablo II copatrono de Europa, junto a los otros santos que ya lo son.

Esta petición responde a que Europa “está siendo seriamente amenazada por la crisis ideológica, el nacionalismo excluyente, el debilitamiento de la familia, el colapso demográfico, las crisis migratorias (…) y necesita la ayuda del cielo y el ejemplo de los santos, porque sola no puede responder a estos desafíos. Y no hay santo más contemporáneo que comprenda nuestro tiempo mejor que S. Juan Pablo II”

La Fundación Educatio Servanda, que tiene en nuestras diócesis los colegios Juan Pablo II de Alcorcón y de Parla, ha querido sumarse a   esta sugerencia del cardenal polaco y ha iniciado una campaña de firmas para promover esta iniciativa y solicitar al Papa Francisco que proclame copatrono de Europa a S. Juan Pablo II.

Me uno a esta propuesta y aprovecho la ocasión para destacar la importancia  que la figura de Juan Pablo II, su testimonio y su mensaje,  ha tenido y debe seguir teniendo en la construcción de un a Europa que siendo fiel a su raíces cristianas sea un faro de civilización y un estímulo de progreso en el mundo.

Siguen teniendo una gran actualidad las palabras pronunciadas por Juan Pablo en el año 1982 en Santiago de Compostela en las que el santo papa, interpelando a Europa le dice: “Yo, obispo de Roma y pastor de la Iglesia Universal, te lanzo vieja Europa, un grito lleno de amor: vuelve a encontrarte. Se tu misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu  unidad espiritual, en un clima de respeto a las demás religiones y a las genuinas libertades (…)  Si Europa es una y puede serlo con el debido respeto a todas las diferencias, incluidas las de los diversos sistemas políticos; si Europa vuelve a pensar en la vida social, con el vigor que tienen algunas afirmaciones de principio  como las contenidas en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre o  en el Acta final  de la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa; si Europa vuelve a actuar, en la vida específicamente religiosa, con el debido reconocimiento y respeto a Dios, en el que se basa todo el derecho y toda la justicia; si Europa  abre nuevamente las puertas a Cristo y no tiene miedo de abrir a su poder salvífico los confines de los estados, los sistemas económicos y políticos,  los vastos campos de la cultura, de la civilización  y del desarrollo, su futuro no estará dominado por la incertidumbre y el temor, antes bien se abrirá a un nuevo periodo de vida, tanto interior como exterior, benéfico y determinante para el mundo, amenazado constantemente por las nubes de la guerra y por un posible ciclón de holocausto atómico”

El reconocimiento de Juan Pablo II como copatrono de Europa ayudará sin duda a tenerle mas presente entre nosotros, con su intercesión, con su magisterio y con el ejemplo admirable de su vida.

Para todos, un saludo cordial y mi bendición.

Miguel Aguado, Padre de familia, mártir de Cristo

El sábado pasado, 11 de noviembre, se celebró en Madrid la beatificación de sesenta mártires de la familia vicenciana, asesinados por odio a la fe en el año 1936.

Entre los nuevos beatos había sacerdotes, monjas y seglares. Todos murieron por el único delito de ser católicos. Y murieron amando y perdonando.

Uno de los trece seglares beatificados era Miguel Aguado Camarillo, congregante de la Medalla Milagrosa y padre de cuatro hijos, que fue denunciado por sus vecinos. Fue asesinado en Paracuellos, sin juicio previo, dejando una viuda con apenas treinta años y cuatro niños a su cargo: Ángela de seis años, Carmen de cuatro años, Miguel de dos años, y Gloria de seis meses.

El ya Beato, Miguel Aguado, vivía con su familia en una humilde buhardilla en la calle Ponzano n.38 y trabajaba como mozo en un almacén de neumáticos. En su recordatorio dice: “Era un pobre obrero y pertenecía a la Compañía del Cerro de los Ángeles, a la Adoración Nocturna y era caballero de la Milagrosa.”

Miguel Iba a Misa todos los días muy temprano a la Basílica de la Milagrosa y este hecho llamaba la atención porque Miguel y su esposa eran los únicos vecinos del edificio, conocidos por todos como fervientes católicos. Fue por esto por lo que varios vecinos decidieron denunciarle y alertaron a los milicianos para que vinieran a su casa a detenerle. Finalmente fue arrestado el 29 de octubre de 1936.

Miguel Aguado fue trasladado a la cárcel Modelo de Madrid y de allí a la cárcel de la calle Porlier, famosa porque desde allí siempre se salía para el fusilamiento. Junto con 25 compañeros este padre de familia fue fusilado en Paracuellos del Jarama el 27 de noviembre de 1936, precisamente en la festividad de la Virgen Milagrosa de la que era congregante.

Si admirable es el testimonio de fe de Miguel, también lo es el de su joven esposa, María. Era muy valiente y soportando las mayores humillaciones y groserías acudía a verle a la cárcel con sus cuatro hijos.

Pero ella, lejos de odiar, se apoyó en la fe y no buscó venganza. Podía haberlo hecho, después de la guerra porque conocía a los que denunciaron a su marido, que eran vecinos suyos, pero no lo hizo.

Según recoge la revista Alfa y Omega, la segunda hija del nuevo beato contó, antes de morir en 2015, como vivió su madre aquel momento: “La recuerdo siempre vestida de negro, trabajando en todo lo que podía para sacarnos adelante. Siguió muy devota de la Milagrosa y nos enseñó a todos a confiar en Dios. Todas las noches, antes de acostarnos, nos hacía rezar por nuestro padre para que gozara ya del cielo y por el alma de los asesinos para que Dios les convirtiera y fueran también al cielo. No me cabe la menor duda de que nuestro padre aceptó la muerte por el Señor porque era muy buen cristiano. Sabemos que el ambiente en la cárcel era como de unos ejercicios espirituales. Allí se rezaba el rosario y los sacerdotes que estaban con ellos les animaban en la fe les daban la absolución.

En el Prefacio de los mártires decimos: “Te damos gracias Señor porque en la sangre de los gloriosos mártires, derramada como la de Cristo para confesar tu nombre, manifiestas las maravillas de tu poder, porque en su martirio, Señor, has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio”

Que el ejemplo de los mártires y su intercesión nos ayuden a ser fuertes en la fe, a vencer nuestros miedos y a dar testimonio valiente de Cristo allí donde estemos.

Para todos, un saludo cordial y mi bendición.

Recuperar la confianza en las instituciones

Ante la situación tan difícil que estamos viviendo en Cataluña, la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española ha hecho, hace unos días, una Declaración exhortando a los católicos a la oración y al dialogo y citando al final unas palabras pronunciadas por los obispos, con motivo del golpe de Estado del 23 de Febrero de 1981 que quiero subrayar: “es de todo punto necesario recuperar la conciencia ciudadana y la confianza en las instituciones, todo ello en el respeto de los cauces y principios que el pueblo ha sancionada en la Constitución” Implícitamente, con esta cita, está reconociendo la Comisión Permanente que lo que sucede en Cataluña tiene mucho que ver con un golpe de Estado.

Ya, en otra ocasión, el 23 de Noviembre de 2006, en un importante documento titulado “Orientaciones morales ante la situación de España” habían dicho los obispos: “La unidad histórica y cultural de España puede ser manifestada y administrada de muy diversas maneras. La Iglesia no tiene nada que decir acerca de las diversas fórmulas políticas posibles. Son los dirigentes políticos y, en último término los ciudadanos, mediante el ejercicio del voto, previa información completa, transparente y veraz, quienes tienen que elegir la forma concreta del ordenamiento jurídico político más conveniente. Ninguna fórmula jurídica tiene carácter absoluto, ningún cambio podría tampoco resolver automáticamente los problemas que puedan existir. En esta cuestión la voz de la Iglesia se limita a recomendar a todos que piensen y actúen con la máxima responsabilidad y rectitud respetando la verdad de los hechos y de la historia, considerando los bienes de la unidad y de la convivencia de siglos y guiándose por criterios de solidaridad y de respeto hacia el bien de los demás. En todo caso habrá de ser respetada la voluntad de todos los ciudadanos afectados, de manera que las minorías no tengan que sufrir imposiciones o recortes de sus derechos, ni las diferencias puedan degenerar nunca en el desconocimiento de los derechos de nadie ni en el menosprecio de muchos bienes comunes que a todos nos enriquecen.(n. 72)

Y, sobre este punto del bien común también se habían pronunciado los obispos en otro documento anterior, de 31 de diciembre de 2002, en el que decían: “Poner en peligro la convivencia de los españoles, negando unilateralmente la soberanía de España, sin valorar las graves consecuencias que esta negación podría acarrear no sería prudente ni moralmente aceptable. Pretender unilateralmente alterar este ordenamiento en función de una determinada voluntad de poder local o de cualquier otro tipo, es inadmisible. Es necesario respetar y tutelar el bien común de una sociedad pluricentenaria.”

Y concluían los obispos, en este documento, con una exhortación, que hago mía “Con verdadero encarecimiento nos dirigimos a todos los miembros de la Iglesia, invitándoles a elevar oraciones a Dios a favor de la convivencia pacífica y la mayor solidaridad entre los pueblos de España, por caminos de un diálogo honesto y generoso, salvaguardando los bienes comunes y reconociendo los derechos propios de los diferentes pueblos integrados en la unidad histórica y cultural que llamamos España”

Para todos, un saludo cordial y mi bendición

Lo que nos viene encima

El pasado martes 19 de Septiembre fue admitido a trámite en el Congreso de los Diputados un proyecto de Ley contra la discriminación por orientación sexual, presentada por el grupo parlamentario Unidos-Podemos. La proposición de Ley fue admitida con 202 votos a favor, 124 abstenciones (las del grupo Popular) y dos votos negativos.

La organización internacional de juristas “Alianza para la defensa de la libertad” (ADF), especializada en la defensa de la familia y de la libertad religiosa, ha presentado un informe jurídico sobre este proyecto de Ley, que concluye diciendo: “Recomendamos encarecidamente al Parlamento español votar en contra de esta Ley” Esta organización que tiene carácter consultivo en Naciones Unidas y acreditación en el Parlamento Europeo y en otras importantes organizaciones internacionales dice que, aunque el fin de la Ley, que es el de acabar con la discriminación por orientación sexual, es loable, sin embargo su contenido es inadmisible por lo que supone de violación de derechos fundamentales, tales como la presunción de inocencia, el derecho de los padres a ser los primeros educadores de sus hijos y, sobre todo la violación de la libertad de expresión. Dice el informe que este proyecto de Ley invade de forma indebidamente amplia áreas que la Unión Europea ha encontrado demasiado controvertidas para legislar sobre ellas.

No cabe duda de que este proyecto de Ley es un paso más para introducir la llamada “ideología de género”, de forma coactiva en nuestras instituciones educativas, sanitarias y culturales. La “ideología de género” es hoy una especie de religión laica con dogmas, sanciones, censura y tribunales, que se quiere imponer como modelo de educación sin respetar el derecho de los padres a educar a sus hijos sobre la base sus propias convicciones y principios.

Pero, ¿Qué es la ideología de género?. Se puede decir que el núcleo fundamental de esta ideología es el “dogma” pseudocientífico según el cual el ser humano nace sexualmente neutro. Hay –sostienen- una absoluta separación entre sexo y género. El género no tendría ninguna base biológica: sería una mera construcción cultural. Desde esta perspectiva la identidad sexual y los roles que las personas de uno y otro sexo desempeñan en la sociedad son productos culturales, sin base alguna en la naturaleza. Cada uno puede optar en cada una de las situaciones de su vida por el género que desee, independientemente de su corporeidad masculina o femenina. En consecuencia “hombre” y “masculino” podrían designar tanto un cuerpo masculino como femenino; y “mujer” y “femenino” podrían señalar tanto un cuerpo masculino como femenino.

Para introducir esta ideología hemos asistido a una, muy bien estudiada manipulación del lenguaje, que ha propagado un modo de hablar que enmascara algunas de las verdades básicas de las relaciones humanas. Es lo que ha ocurrido con el término matrimonio, cuya significación se ha querido ampliar hasta incluir bajo esta denominación algunas formas de unión que nada tienen que ver con la realidad matrimonial.

De esos intentos de deformación lingüística forman parte, por señalar algunos, el empleo de forma casi exclusiva del término “pareja”, cuando se habla del matrimonio; la inclusión en el concepto “familia” de distintos “modos de convivencia”, mas o menos estables, como si existiese una especia de “familia a la carta” y el uso del vocablo “progenitores” en lugar de los de "padre" y “madre”

Creo que, ante lo que se nos viene encima, es fundamental que cuidemos mucho una buena formación, sobre todo los padres, educadores, y parlamentarios católicos, en este tema tan esencial de la verdad del amor humano y que, dentro de las normas que nos permite un estado democrático, levantemos nuestra voz y denunciemos este tipo de leyes que se sustentan en unos presupuestos ideológicos contrarios a la naturaleza misma del ser humano y que quebrantan derechos fundamentales que tenemos la obligación de promover y defender. Para todos, un saludo cordial y mi bendición.

Tener fe es creer que Dios me ama

El evangelista S. Juan en su primera carta dice: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”. Y S. Juan de Ávila solía repetir continuamente: “Sepan todos que nuestro Dios es amor”.

Tener fe no es simplemente creer que Dios existe, sino creer que Dios me ama. En el lenguaje ordinario solemos decir: este cree en Dios y este otro no cree. Y con ello lo que queremos decir es que uno cree que Dios existe y el otro no cree que Dios exista.

Eso está bien, pero la fe cristiana es mucho más que el simple creer que Dios existe. Para llegar a la conclusión de que Dios existe no hace falta tener fe. Hay muchos filósofos y pensadores en la historia que razonando sobre la maravilla del mundo han llegado a la conclusión de que debe existir “Algo” que esté en el origen de todo, porque si no existiera sería muy difícil explicar el orden del mundo y su belleza.

Cuando uno contempla el firmamento y ve el universo inmenso, que se mueve con una exactitud perfecta o cuando uno observa el comportamiento de un organismo vivo y no digamos ya del propio cuerpo humano, uno queda fascinado por la maravillosa armonía con la que todo se desarrolla.

La vida es un misterio fascinante y no es de extrañar que sean muchos, en las más diversas culturas y épocas que hayan llegado a la conclusión de que Dios existe. El universo es admirable, la vida es una especie de milagro, y la inteligencia humana es algo que nos cautiva. Por otra parte, la ciencia no rebaja este misterio sino al contrario, cuanto más sabemos de cómo es y cómo se ha hecho el universo, más enigmas se suscitan y mas se parece todo a una especie de relato fantástico y misterioso.

Pero la fe cristiana es más que creer que Dios existe. Es creer que Dios se ha manifestado en la historia, que ha establecido una Alianza con el pueblo de Israel y que esa Alianza ha alcanzado su plenitud en Cristo convocando a todos los hombres y a todos los pueblos. Por eso tener fe no es sólo creer que Dios existe, es entrar a formar parte de esa Alianza y tener una relación personal con Dios, una relación de tu a tu, de amigo a amigo. Una relación de amor.

Por eso hemos de tener muy presentes en nuestra mente y en nuestro corazón las palabras de S. Juan: “nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él. Dios es amor y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él”.

Pensar que Dios me ama supone creer que Dios quiere una relación personal conmigo y supone también saber que esa relación es posible porque Dios se ha hecho hombre en Jesucristo y con su humanidad glorificada, está presente en medio de nosotros y en cada uno de nosotros.

Creer en Dios significa creer que Dios quiere que le conozca y le ame y creer que quiere salvarme de una vida sin sentido y de la misma muerte.

Darse cuenta de esto es un gran regalo de Dios, porque el llegar a creer que Dios existe podemos hacerlo con nuestros razonamientos y nuestras fuerzas. Pero para estar seguro de que Dios me ama es necesario que sea Él mismo quien me lo diga y para ello tengo que estar abierto a su Palabra, a su Revelación y tengo que aceptar que esa Palabra, esa Revelación, se ha ido desarrollando en la historia, esta contenida en la Biblia, ha llegado a su plenitud en Jesucristo y, a lo largo de la historia, con asistencia del Espíritu Santo, ha sido custodiada y trasmitida por la Iglesia hasta llegar a nosotros.

Dejemos entrar en nuestra vida esta maravillosa noticia capaz de llenarnos de luz y de esperanza: “Dios es amor y el que permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él”. Creer esto, es tener fe.

Para todos un saludo cordial y mi bendición.