Institucion de Lectores y Acolitos

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HOMILÍA- INSTITUCIÓN DE LECTORES Y ACÓLITOS

Muy queridos amigos y hermanos:

El evangelio que acaba de ser proclamado nos sitúa ante el misterio de la pasión del Señor de una manera verdaderamente sobrecogedora. Jesús fiel a la voluntad del Padre entrega libremente su vida por amor a los hombres para librarles del pecado y de la muerte; y se prepara para anticipar su sacrificio en la cruz con la institución de la eucaristía y el signo del lavatorio de los pies. El Señor Jesús lo da todo, se da totalmente, sin reservarse nada: “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”. En Jesús va a revelarse en toda su grandeza la misericordia entrañable de Dios Padre, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Y en ese momento en que el amor de Dios se va a manifestar en el Cenáculo de una manera tan sublime y, como contraste, aparece el drama del pecado: la traición de Judas. “Uno de los doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso: ¿qué estáis dispuestos darme si os lo entrego? Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces andaba buscando ocasión propicia para entregarlo” (Lc.26.14). El pecado es lo más irracional que puede sucederle al hombre. El pecado es la ceguera, la traición, el engaño y la negación de los sentimientos más nobles del corazón humano. El pecado es lo más inhumano y lo más contrario a la felicidad del hombre.

Jesús, revelación del amor de Dios, se enfrenta con el pecado; y carga sobre los hombros sus trágicas consecuencias: “Ofrecí las espalda a los que golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos” (Is. 50,4-9). Pero en la cruz el pecado es vencido. La cruz es la victoria de Cristo sobre los poderes del mal. Y su victoria es ya nuestra victoria. De la cruz de Cristo nace la vida. En la cruz de Cristo todos hemos sido salvados.”Te alabamos Cristo y te bendecimos porque por tu santa cruz redimiste al mundo”

Queridos seminaristas que hoy vais a ser instituidos lectores y acólitos. La Iglesia considera muy oportuno que en vuestro camino al sacerdocio, y antes de ser admitidos a las sagradas ordenes, se os encomienden estos ministerios. Ser cristiano es vivir, cada día más conscientemente, la victoria de Cristo sobre el pecado. Es revivir permanentemente, por la gracia de Dios, ese “morir con Cristo para resucitar con Cristo” que sucedió en el bautismo Ser cristiano es seguir al Señor, es amarle apasionadamente; y es participar, por el don del Espíritu Santo que recibimos en los sacramentos del bautismo y la confirmación, en su victoria sobre el pecado. Ser cristiano es encontrar en Cristo una vida nueva y transfigurada: es ser en Cristo criaturas nuevas.

Vuestro camino al sacerdocio se va realizando a partir de una creciente maduración de esa vocación de santidad que un día brotó en vuestro bautismo. Y esa vocación de santidad que, cada vez con más claridad y gozo, se va configurando en vosotros como vocación de servicio a la Iglesia en el ministerio sacerdotal, va a encontrar en los ministerios que hoy la Iglesia, de una manera oficial, os confía, un verdadero impulso.

El ministerio de lector tiene como misión: proclamar la Palabra de Dios, ayudar en la educación de la fe de los que van avanzando en el conocimiento de Cristo y anunciar a todos los hombres la Buena Nueva del Evangelio. Y esta misión, como muy bien sabéis, sólo es posible escuchando, primero en vuestro corazón, como la Virgen María, la Palabra divina, familiarizándoos con ella y dejándoos penetrar por ella con un profundo espíritu de oración y de disponibilidad.

El ministerio de acólito tiene como misión ayudar al Obispo, presbíteros y diáconos en su ministerio y distribuir como ministros extraordinarios la sagrada comunión, llevándola a los enfermos cuando sea necesario. Para realizar santamente este ministerio la Iglesia os invita a vivir con especial devoción y amor el Misterio de la Eucaristía; y repetir muchas veces en vuestro corazón esas preciosas palabras tan conocidas por todos: “Adórote devote latens deitas, quae sub his figuris vere latitas ...” “Te adoro con devoción Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias. A Ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte. Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto y el gusto; pero basta el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta palabra de verdad...”

El ministerio de acólito, lo mismo que el de lector ya lo veníais realizando, pero hoy al ser oficialmente instituidos en estos ministerios tenéis que verlo y sentirlo como una especial misión que la Iglesia os confía. Os tenéis que sentir enviados a ser, en vuestras parroquias y comunidades y muy especialmente en el mundo de los jóvenes, auténticos apóstoles de la Eucaristía.

La Eucaristía es el centro de la vida cristiana. La Eucaristía es sacrificio redentor; y banquete de amor, comunión y fraternidad; y acción de gracias; y presencia real del Señor. Sin Eucaristía no puede haber Iglesia; sin Eucaristía ningún cristiano puede mantenerse en la fe. Sed apóstoles de la Eucaristía. Que cuando
ayudéis en el altar, vuestra misma presencia y el modo de comportaros ayude a todos a encontrarse con el Señor.

Pido para vosotros la protección especial de la Virgen María, Mujer Eucarística. Que Ella os consuele en la dificultades y con solicitud maternal vaya configurando vuestros corazones con el su Hijo Jesucristo, Buen Pastor, hasta el día en que con vuestras propias manos, como sacerdotes de Cristo, podáis ofrecer sobre el altar el sacrificio eucarístico. Amén.

 

Jueves Santo

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HOMILIA JUEVES SANTO
2005

“Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”. Con estas palabras Cristo nos da a conocer, en esta noche santa, el significado profético de la Última Cena con sus discípulos. Es la Cena en la que el Señor va a anticipar sacramentalmente el sacrificio del Calvario y va a significar en el pan y en el vino consagrados su entrega total a los hombres, cumpliendo así la voluntad del Padre. “Tanto amó Dios al mundo que entrego a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados (..) para que tengamos vida por medio de Él”

El Apóstol Pablo nos lo recordará al transmitirnos la tradición de la Cena del Señor: “Cada vez que comáis de este pan y bebáis de este cáliz proclamáis la muerte del Señor hasta que Él vuelva”

Con la primera lectura tomada del libro del Éxodo la liturgia pone de relieve cómo la Pascua del Señor se inscribe en el contexto de la Pascua de la antigua Alianza: aquella Pascua en la que los israelitas conmemoraban la liberación de Egipto. El texto sagrado, como hemos escuchado, prescribía que se untaran con un poco de sangre del cordero sacrificado las jambas y el dintel de las casas. Con la sangre del cordero los hijos de Israel conseguirían la liberación de la esclavitud de Egipto, bajo la guía de Moisés. El recuerdo de un acontecimiento tan extraordinario se va a convertir para Israel en la gran fiesta del año. El pueblo, año tras año, se reúne gozoso para agradecer a Dios el don precioso de la libertad. “Este será un día memorable para vosotros y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor”(Ex.12,14). La carne de aquel cordero asada y comida a toda
prisa, significando la urgencia y la necesidad de la liberación y las verduras amargas que lo acompañaban, significando la aflicción y el sufrimiento de su largo caminar por el desierto, eran el signo repetido todos los años que recordaba al pueblo quien era el Dios verdadero: quien era aquel que con brazo poderoso les había sacado de la esclavitud.

El Señor Jesús va también a celebrar con sus discípulos esta Cena Pascual. Pero la Cena de Jesús va a tener un sentido completamente nuevo, lleno de intensidad. Va a ser un momento de revelación suprema del amor divino que el Señor desea ardientemente manifestar a sus discípulos. “Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer”(Lc.22,15).

En el Cenáculo Cristo cumpliendo las prescripciones de la Antigua Alianza va a celebrar las Pascua con sus apóstoles, pero dando a este rito un contenido nuevo. Hemos escuchado lo que dice S. Pablo en la segunda lectura, tomada de la primera carta a los Corintios. En este texto que se suele considerar como la más antigua descripción de la Cena del Señor se recuerda que Jesús “la noche en que iban a entregarle, tomó pan y pronunciando la acción de gracias lo partió y dijo: esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en conmemoración mía. Lo mismo hizo con el cáliz después de cenar diciendo: este cáliz es la Nueva Alianza sellada con mi sangre, haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía.
Por eso cada vez que coméis de este Pan y bebéis de este Cáliz proclamáis la muerte del Señor hasta que venga”(1 Cor.11,23-26). Con estas palabras, dichas en la intimidad de la última Cena con sus discípulos, el Señor Jesús va a entregar a su Iglesia hasta el final delos tiempos el don inmenso de la Eucaristía: su sacrificio redentor permanentemente vivo y actualizado en la Iglesia por el ministerio de los apóstoles.

En el Cenáculo, en esta tarde memorable del Jueves Santo que hoy la Iglesia recuerda y celebra con emoción, Jesús llenó de nuevo contenido las antiguas tradiciones y anticipó sacramentalmente, los acontecimientos del Viernes Santo, cuando el Cuerpo inmaculado del Cordero de Dios, sería inmolado en la cruz y su sangre sería derramada para la redención del mundo.”Cada vez que comáis de este pan y bebáis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor hasta que vuelva”

El apóstol Pablo nos exhorta a hacer constantemente memoria de este Misterio de amor y redención y nos invita a vivir diariamente nuestra misión de testigos del amor del crucificado en espera de su retorno glorioso.

La pregunta que hoy hemos de hacernos al contemplar el Misterio de la entrega del Señor en el Pan y el Vino eucarísticos es ¿cómo hacer memoria hoy, en nuestro tiempo, en nuestros trabajos y tareas diarias, de este acontecimiento salvador? ¿cómo ser testigos del amor de Cristo en nuestro mundo? ¿cómo decir a nuestros hermanos, los hombres, sumergidos, muchas veces, en una forma de vivir superficial y frívola, sin esperanzas ciertas y sin motivaciones profundas, que están invitados a la Mesa Eucarística para encontrar con Cristo y con la Iglesia la plenitud del amor?

El evangelio de S. Juan nos dice que Jesús antes de instituir el Sacramento de su Cuerpo y de Sangre, inclinado y arrodillado como un esclavo, lava los pies a sus discípulos. Y, una vez concluido el lavatorio, vestido y nuevamente sentado a la mesa les explica el sentido de su gesto:”Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor y decís bien pues lo soy. Pues si yo el Maestro y el Señor os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros” (Jn.13,12-14).

Estas palabras que unen el misterio eucarístico al servicio del amor son como una introducción catequética a la institución del sacerdocio ministerial. Con la institución de la Eucaristía Jesús comunica a sus apóstoles la participación ministerial en su sacerdocio: les comunica el sacerdocio de la Alianza Nueva y Eterna, en virtud de la cual Él, Jesucristo, y sólo Él, será siempre y en todos los rincones del mundo el Ministro y Único sacerdote de la Eucaristía. Y haciendo partícipes a sus apóstoles y hoy a sus sacerdotes de ese sacerdocio único les convierte, al mismo tiempo en servidores de todos aquellos que van a participar de este don y misterio tan grande.

La Eucaristía, supremo sacramento de la Iglesia, está unida al sacerdocio ministerial, que nació también en el Cenáculo como don del gran amor de Jesús que “sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo” (Jn.13,1).

La Eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor, íntimamente e irrevocablemente unidos en un único misterio de misericordia entrañable es lo que conmemoramos en esta noche santa del Jueves Santo. ¡Este es el memorial vivo que contemplamos en este día!

Después de la celebración quedará solemnemente expuesto el Santísimo Sacramento hasta los oficios litúrgicos de mañana.

Démosle gracias a Dios por un don tan grande.
Adorémosle en silencio.
Crezcamos en el amor a Dios y a los hermanos.
Contemplemos a Jesús en su entrega a los hombres.
Y, con María, pongámonos en sus manos para ser instrumentos vivos
de reconciliación y de paz.

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Vigilia Pascual

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VIGILIA PASCUAL
2005

“La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular” (Sal. 117,22)

Queridos hermanos:

En esta noche santa la Iglesia celebra la fiesta más grande del año. Es la fiesta de las fiestas. Esta vigilia no sólo es el centro del año litúrgico sino, en cierta manera su manantial y su fuente. A partir de ella se desarrolla toda la vida sacramental. Todas las fiestas del año no son sino el eco de esta gran celebración. Cristo venciendo a la muerte ha salido victorioso del sepulcro. Y en la victoria de Cristo todos hemos alcanzado la victoria: “(...) Esta es la noche en la que por toda la tierra los que confiesan su fe en Jesucristo son arrancados de los vicios de este mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y son agregados a los santos (...) Esta noche santa ahuyenta los pecados, lava las culpas, devuelve la inocencia a los caídos, la alegría a los tristes, expulsa el odio, trae la concordia y doblega a los poderosos(...)”

Hemos empezado la celebración en la oscuridad y poco a poco el templo se ha ido llenando de luz. El pecado es la oscuridad y la incertidumbre. La luz es Cristo que nos saca de las tinieblas.

Esta noche la liturgia nos habla con la abundancia de la Palabra de Dios. Hemos ido rememorando el largo camino que Dios ha recorrido con su pueblo desde la creación del mundo, a través de todas las etapas de la historia de la salvación. La Iglesia ve la salvación incluso en las situaciones más difíciles, como en el sacrificio de Abraham, como en el paso del mar Rojo, como en el llamamiento a volver del exilio. Y la Iglesia comprende que todos ellos eran acontecimientos de gracia que iban preparando el gran acontecimiento de la resurrección de Cristo, que hoy celebramos.

Podemos decir que la Iglesia hoy nos ofrece este abundante banquete en la mesa de la Palabra para recibir de manera especial en primer lugar a sus hijos que hoy van a recibir el bautismo. Nosotros hoy recibimos, con gozo a N. ,que dentro de unos momentos va a renacer del agua y del Espíritu Santo. Con el bautismo N. se convertirá en miembro del Cuerpo de Cristo y participará plenamente, por el don del Espíritu Santo y por la Eucaristía, en su misterio de comunión. ¡ N. que tu vida permanezca inmersa constantemente en este misterio pascual de modo que seas siempre testigo del amor de Dios!

Pero también todos los bautizados hoy estamos llamados a vivir en la fe esa experiencia de la que nos habla S. Pablo en su carta a los Romanos. “los que nos incorporamos a Cristo por el bautismo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rom.6,3-4).

Ser cristiano significa participar personalmente en la muerte y resurrección de Cristo. Esta participación se realiza de manera sacramental por el bautismo sobre el cual, como sólido fundamento, se edifica la existencia cristiana de cada uno de nosotros. Toda la vida del cristiano consiste en ir desarrollando hasta su plenitud, con la ayuda del Espíritu Santo lo que en le bautismo, a modo de semilla, un día recibió. Por eso el salmo responsorial nos exhorta a dar gracias. “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque eterna su misericordia. La diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor” (sal 117,1-2.16.17). En esta noche santa la Iglesia repite estas palabras de acción de gracias mientras confiesa la verdad sobre Cristo que padeció, fue sepultado y resucitó al tercer día.

Una noche así, inundada de luz y gozo por la resurrección de Cristo tiene que ser para cada uno de nosotros como una gran sacudida, como una fuerte llamada a vivir en plenitud nuestra unión con el Señor vencedor del pecado y de la muerte. Hemos de vivirla como un nueva invitación que Dios nos hace a vivir nuestra vocación de santidad. Hemos de sentir un gran deseo de salir de la tibieza y la mediocridad y diciendo “sí” a su llamada estar dispuestos a seguir al Señor, participando en su triunfo, caminando con Él y venciendo, con la ayuda de su gracia, todos los obstáculos.

Hoy el Señor resucitado se acerca a cada uno de nosotros y nos dice con las palabras que esta mañana leíamos en el oficio divino: “Despierta tu que duermes pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo, levántate de ente los muertos, pues Yo soy la vida de los muertos. Levántate obra de mis manos, levántate imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate (...) porque tu en mi y yo en ti formamos una sola e indivisible persona” (Lectura del Sábado santo).

Vivimos tiempos en los que no cabe ni la mediocridad ni la tibieza. Son tiempos difíciles para la fe. Pero también tiempos de claras decisiones y tiempos de plena confianza en el Señor. No caben las ambigüedades. No podemos ir compaginando engañosamente valores y tradiciones cristianas con modos de conducta alejados de Dios, dominados por una cultura que pretendiendo convertir al hombre en un “dios”, termina finalmente por convertirle en un esclavo de sí mismo. No podemos “servir a dos señores”: “si la sal se vuelve insípida ya no sirve para nada, sino para que la pise la gente”. Vivimos tiempos que nos están pidiendo una clara y decidida vocación de santidad. Y la santidad es posible. En Cristo resucitado la santidad es posible. Cristo ha vencido al pecado y su victoria es nuestra victoria. Es más, podemos decir que la forma más plena y más feliz de vivir nuestra condición humana es aspirando, con Cristo, a la santidad

Contemplemos a Cristo resucitado. Adoremos a Cristo resucitado y digamos, como el apóstol Tomás, después de introducir sus dedos en la llagas de la pasión: “Señor mío y Dios mío”. Contemplar como Tomás al crucificado que ha resucitado es creer en el Dios de la vida que por el camino del amor “hasta el extremo” y de la obediencia incondicional al Padre en la cruz, hasta ser “trigo que muere `para dar fruto”, nos conduce a la vida verdadera, capaz de superar todo sufrimiento y toda pena. Creer en Cristo resucitado significa amar apasionadamente la vida verdaderamente humana, toda vida, desde el primer comienzo hasta su último suspiro, sabiendo que esta vida no es sino el preámbulo de la vida eterna, que en Cristo resucitado un día alcanzarán los que confían en Él.

Cuando dentro de unos momentos N. reciba el bautismo y todos nosotros, después de ser rociados con agua bendita, renovemos nuestras promesas bautismales, volveremos nuevamente a sumergirnos en Cristo para resucitar con Él a una vida nueva: “Si hemos muerto con Cristo creemos que también viviremos con Él (...) Consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús Señor nuestro”.

En las antiguas basílicas en lugar de pila bautismal había una piscina bautismal para expresar mejor ese sumergirse en Cristo, ese morir con Cristo para resucitar con Él. Tenían unos escalones de bajada que significaban los pecados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Había que morir a todo eso. El pecado debía ser destruido en la muerte de Cristo. Y después tenía unos escalones de subida significando los dones del Espíritu Santo: sabiduría, entendimiento, fortaleza, consejo, ciencia, piedad y temor de Dios. Era la nueva vida, en Cristo resucitado: la vida en el Espíritu, la nueva criatura renacida en el bautismo. Revestidos de Cristo los nuevos bautizados y hoy también nosotros al renovar las promesas de nuestro bautismo vamos a experimentar la vida del Espíritu, vamos a ser renovados en el Espíritu de la Verdad para caminar con el Señor Resucitado en el camino de la santidad viviendo la vocación a la que Dios nos ha llamado, con sus sufrimientos y sus gozos, porque en Cristo resucitado todo se renueva.

Unidos al gozo de la Virgen María al recibir en sus brazos a su Hijo Resucitado y a todos los redimidos por Él, cantemos con toda la Iglesia: “Este es e día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”.Amén. Aleluya.

 

Misa Crismal

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MISA CRISMAL - 2005

Queridos hermanos y amigos y especialmente queridos sacerdotes que hoy, en esta solemne concelebración de la Misa Crismal, vais a renovar ante el Pueblo de Dios vuestras promesas sacerdotales y vuestra comunión con el ministerio apostólico.

Dentro de unos momentos con la bendición del óleo de los enfermos y del óleo de los catecúmenos y con la consagración del santo crisma mostraremos la plena comunión, en el sacerdocio de Cristo, de los presbíteros con su Obispo y expresaremos el Misterio de una Iglesia que, ungida por el Espíritu Santo, engendra nuevos hijos en los sacramentos de la Iniciación Cristiana y cuida con amor a los que viven agobiados por el sufrimiento y la enfermedad.

Con esta celebración nos introducimos en el santo triduo pascual de la pasión, muerte y resurrección del Señor, punto culminante de todo el año litúrgico. Todos los demás tiempos litúrgicos se encaminan a él y todos reciben de él su eficacia sacramental. La Misa Crismal queda especialmente vinculada al Jueves santo, día eminentemente sacerdotal y eucarístico. Un día en el que, como todos los años, el Santo Padre, a pesar de su débil estado de salud, nos ha dirigido, desde el hospital, una carta a todos los sacerdotes animándonos a vivir con gozo y con generosidad el don inmenso del sacerdocio que, para el bien de toda la Iglesia, el Señor ha querido regalarnos.

“Os envío mi mensaje desde el hospital (...), enfermo entre los enfermos, uniendo en la Eucaristía mi sufrimiento al de Cristo. Con este espíritu deseo reflexionar con vosotros sobre algunos aspectos de nuestra espiritualidad sacerdotal. Lo haré dejándome guiar por las palabras de la Institución de la Eucaristía, las que pronunciamos cada día “in persona Christi” para hacer presente en nuestros altares el sacrificio realizado una vez por todas en el Calvario. De ellas surgen indicaciones iluminadoras para la espiritualidad sacerdotal (...) Las palabras de la Institución de la Eucaristía no deben ser para nosotros únicamente una “fórmula consagratoria”, sino también una “fórmula de vida”(1)

Creo que en un día como hoy, en el que estamos reunidos una gran parte del presbiterio diocesano (y, en espíritu, todo el presbiterio)), nos será de mucho provecho meditar una a una las palabras de la Consagración, tal como el Papa nos lo indica en su carta, señalando las actitudes que han de configurar una existencia sacerdotal que teniendo como centro la Eucaristía, teniendo “forma eucarística”, irradie el amor y la entrega de Cristo en la cruz para la salvación de todo el género humano.

El Señor Jesús “la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y dando gracias te bendijo, lo partió y lo dio a sus discípulos”. El primer sentimiento expresado por Jesús en el momento de partir el pan es el de dar gracias. La Eucaristía es acción de gracias. Y la existencia del sacerdote ha de ser una existencia profundamente agradecida. Todos los días hemos de dar gracias a Dios por haberse fijado en nosotros, a pesar de nuestros muchos fallos e incoherencias, y habernos llamado a vivir tan cerca de Él. Hemos de darle gracias por el don de la fe, por haberle conocido y amado y por haber experimentado constantemente en nuestras vidas su amor incondicional, y su perdón. Hemos de darle gracias por habernos confiado el ministerio de la reconciliación, haciéndonos cauce e instrumento de su misericordia y testigos su amor desbordante. Hemos de darle gracias porque ser sacerdote de Cristo llena el corazón de tal manera que lo hace capaz, con la gracia divina, de llegar hasta los abismos más profundos del ser humano para llenarlos de esperanza con la luz del evangelio y mostrarles la belleza de la vida que surge del encuentro con el Señor. Hemos de darle gracias porque ser sacerdote nos permite estar como Jesús, junto al pozo de Jacob, que es la Iglesia, para ofrecer el agua viva, el don del Espíritu, a tantos hombres y mujeres, que sedientos de vida eterna, como la samaritana, acuden a nosotros para calmar su sed.

La existencia del sacerdote es también, nos dice el Papa una existencia entregada como la de Jesús nuestro Maestro y Señor. “Tomad y comed esto es mi Cuerpo (...)Tomad y bebed esta es mi Sangre (...) La autodonación de Cristo,- explica el Santo Padre - que tiene sus orígenes en la vida trinitaria del Dios–Amor, alcanza su expresión más alta en el sacrificio de la Cruz, anticipado sacramentalmente en la Última Cena.” (4) Los Sacerdotes cuando repetimos las palabras de la consagración nos sentimos implicados en esa entrega del Señor. Cuando decimos “tomad y comed” estamos poniendo nuestras vidas a disposición de la comunidad y al servicio de los más necesitados. Cuando presidimos la Eucaristía estamos participando en el misterio de la cruz redentora de Cristo. La vida del sacerdote sólo tiene sentido si es una vida entregada, como la del Señor. Sólo tiene sentido si en la entrega a los hermanos está nuestro gozo. Sólo tiene sentido si haciendo de nuestra vida un don para los demás encontramos la verdadera alegría. La caridad pastoral, a ejemplo de Cristo que “amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5,23) debe marcar nuestras vidas con una constante actitud de disponibilidad dejándonos, en muchos momentos, absorber por las necesidades y exigencias de aquellos que nos han sido confiados. Esto es lo que Jesús pide a los apóstoles con el signo del lavatorio de los pies, esto es lo que el Pueblo de Dios espera de nosotros y esto es, en definitiva, lo que colmará de felicidad nuestra vida.

La existencia del sacerdote, continua el Santo Padre , es una existencia que ha experimentado en sí misma la salvación del Señor y por eso, desde la propia experiencia puede anunciar a otros la salvación que viene de Cristo. La existencia del sacerdote, dice el Papa, es una existencia “salvada” y para salvar. “Este es mi cuerpo que será entregado por vosotros... esta es mi sangre que será derramada por vosotros y por todos los hombres”. Nosotros somos cauce e instrumento de esa salvación que Cristo ofrece a los hombres, una salvación integral y universal, una salvación que llega al hombre entero y a todos los hombres. Nosotros, salvados por Cristo, reconstruidos y regenerados por su misericordia, somos la prueba y el signo mas elocuente de la eficacia de la salvación que predicamos. La gracia de Dios hace posible en nosotros, débiles y pecadores, que todos los días, superando nuestra fragilidad, podamos convertirnos para los hermanos en anunciadores y pregoneros privilegiados de la salvación que viene de Dios.

La existencia del sacerdote nos dice también el Papa es una existencia que hace presente, entre los hombres de nuestro tiempo, las palabras de Jesús, la memoria del Señor. “Haced esto en memoria mía”. La existencia del sacerdote es una existencia que “recuerda”, que invita a una espiritualidad de la memoria.” En un tiempo en que los rápidos cambios culturales y sociales oscurecen el sentido de la tradición y exponen especialmente a las nuevas generaciones, al riesgo de perder la relación con las propias raíces, el sacerdote está llamado a ser, en la comunidad que se le ha confiado, el hombre del recuerdo fiel de Cristo y de todo su misterio” (5.)

Las palabras de la consagración, sigue diciendo el Papa, concluyen con una exclamación llena de asombro ante el acontecimiento tan grande que acaba de suceder en el altar. “Este es el Misterio de nuestra fe”. Lo que realmente sucede en el altar es un prodigio que sólo los ojos de la fe pueden percibir. Los sacerdotes tenemos la misión de custodiar este Misterio sacrosanto. Por eso también podemos decir que la existencia del sacerdote es una existencia consagrada, es decir una existencia que vive inmersa en los misterios santos que la Iglesia celebra. La relación con la Eucaristía configura nuestra vida. Nuestra vida es una vida eucarística, que vive de la eucaristía, que adora con respeto y emoción la presencia real del Señor en el pan eucarístico, que prepara a los hombres, con la catequesis y la predicación, para encontrarse con el Señor de la Vida en el Pan de la Vida, que ofrece con su Señor y con todo el pueblo santo de Dios, el sacrificio de la nueva alianza por la salvación de todos los hombres. La vida del sacerdote es vida consagrada al Señor, es vida para el Señor y para los que el Señor ama. Es vida que cada día en el altar se sacrifica con el Señor y muere con Él, para que aquellos que el Señor ha puesto en su camino alcancen la vida eterna.

Como síntesis de todo lo dicho nos recuerda el Papa que la vida del sacerdote, la existencia del sacerdote es una existencia orientada a Cristo. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”. La vida del sacerdote es una vida llena de esperanza porque sabe que su meta es Cristo. Es una vida que en medio de la dificultades del mundo nunca pierde la alegría. “El sacerdote es alguien que, no obstante el paso de los años, continua irradiando juventud y como “contagiándola” a las personas que encuentra en su camino”(7). No podemos defraudar a la gente. El Pueblo de Dios necesita sacerdotes verdaderamente apasionados por Cristo y capaces de contagiar a todos esa pasión.. La gente tiene derecho a dirigirse a los sacerdotes con la esperanza de “ver” en ellos a Cristo (Cf. Jn.12,21). Y tienen necesidad de ello especialmente los jóvenes, tan necesitados hoy de palabras verdaderos y de caminos que conduzcan a una vida llena de plenitud de belleza. “Cristo sigue llamando a los jóvenes para que sean sus amigos y para proponer a algunos la entrega total a la causa del Reino. No faltarán ciertamente vocaciones si se eleva el tono de la vida sacerdotal, si fuéramos más santos, mas alegres, mas apasionados en el ejercicio de nuestro ministerio. Un sacerdote conquistado por Cristo (cf. Fil. 3,12) “conquista” mas fácilmente a otros para que se decidan a compartir la misma aventura”(7)

Termina el Santo Padre su carta invitándonos a poner nuestra mirada en la Virgen María y a tener una existencia “eucarística” aprendida de María. María es nuestra gran maestra en la contemplación del rostro de Cristo. “Nadie como ella puede enseñarnos con qué fervor se han de celebrar los sagrados misterios y cómo hemos de estar con su Hijo escondido bajo las especies eucarísticas” (8) A ella invocamos hoy con especial devoción y le pedimos por nuestra diócesis. Que ella haga crecer en santidad a los sacerdotes y por su ministerio, nunca le falte al Pueblo de Dios el alimento de su Palabra, la gracia de sus sacramentos y el testimonio de la caridad. Y así, todos, reunidos en comunión con la Virgen María y con todos los santos, siendo cada uno, sacerdotes religiosos o laicos, fieles a la vocación a la que hemos sido llamados, ofrezcamos al mundo el gozo del evangelio y seamos fermento de una humanidad transfigurada por la fuerza del Espíritu Santo. Amen.

 

Cristo del Humilladero (Colmenar de Oreja)

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CRISTO DEL HUMILLADERO
Colmenar de Oreja 20005

Significado de la fiesta. La fiesta en sí misma tiene una gran valor que hemos de saber aprovechar y compartir con todos los que viven el pueblo y los que acuden a participar en ella. La fiesta ayuda a fomentar la convivencia, a salir de la rutina, vivir la alegría de una manera sencilla y sana, aprender a respetarnos, saber colaborar en la organización de los actos... Tiene que ayudarnos a fortalecer los lazos de unión y a tener más sentido de pueblo con una historia, una tradición y unas costumbres propias.

No podemos olvidar que esta fiesta tiene unas hondas raíces cristianas. Giran en torno a una fiesta religiosa. Es la fiesta del Cristo del Humilladero, querido y venerado por todos y profundamente unido a la historia y a la cultera de este pueblo. A Él tenemos que volver hoy nuestra mirada y dejar que nuestra vida se llene de Cristo y llenándose de Cristo se llene de amor. Jesucristo es la manifestación viva del amor misericordioso de Dios. Podemos repetir las palabras de Zacarías: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte y para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”

Hoy tenemos que poner nuestros ojos en Cristo, Él es la luz del mundo, y pedirle que derrame esa luz sobre nosotros, sobre nuestro pueblo y sobre nuestros seres más queridos.

El hombre no puede vivir sin amor. “La vida del hombre no tienen sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace suyo, si no participa en el amor vivamente” Juan Pablo II. R.H.) Todo hombre necesita el amor para reconocer la dignidad propia y la de los otros y para encontrar un sentido valioso a su vida. El amor debe impregnar toda la vida social.

Pero hay una forma de amor que aparece especialmente ligada a la realización de la persona. Es una forma de amor que expresa unas relaciones que son definitivas para la plena felicidad de la persona. Es el amor que tiene su fuente en el matrimonio y en la familia. El amor de los padres (padre y madre) a los hijos: un amor que está en el origen de cada persona que viene a la existencia como hijo; y el amor permanente, indisoluble y abierto a la vida entre un hombre y una mujer. Tenemos que pedir al Santo Cristo del Humilladero que derrame su amor y misericordia sobre las familias, sobre los matrimonios y sobre los hijos y ilumine las mentes de todos los que tienen responsabilidades públicas y de los gobernantes para protejan y defienda la institución familia, por que de la estabilidad de las familias depende la estabilidad de la sociedad y depende, en definitivas, la felicidad de todo ser humano.

En nuestro País está a punto de perpetrarse un gravísimo atentado contra la familia al pretender, en una Ley claramente contraria a la Ley Natural y al plan de Dios, considerar matrimonio a la unión entre personas del mismo sexo. El asunto es de extrema gravedad y por ello para precisar con exactitud y claridad el sentir de la Iglesia voy a dar lectura a la nota publicada ayer por el Comité ejecutivo de la Conferencia episcopal, con el que me siento plenamente identificado.

(Lectura de la NOTA de 5 de Mayo de 2005)

 

Decimo Aniversario del Seminario

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HOMILÍA DÉCIMO ANIVERSARIO DEL SEMINARIO
(Domingo V de Pascua)

“Acercándoos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también vosotros como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo” (I Ptr. 2,4 ss.)

Querido Sr. Rector y formadores del Seminario, queridos seminaristas, queridos sacerdotes, queridos amigos y hermanos, que en este quinto domingo de Pascua, estáis participando con gozo en esta solemne Eucaristía para conmemorar, con un corazón agradecido, el décimo aniversario de la fundación de nuestro Seminario. Es un día de gozo para nuestra diócesis, pero lo es también para toda la Iglesia por la entronización, como Pastor Supremo de la Iglesia de Su Santidad Benedicto XVI, celebrada esta mañana en la Basílica de S. Pedro. Pediremos con filial afecto por él en esta Misa para que el Señor le llene de su Espíritu de sabiduría y con fortaleza apostólica nos confirme a todos en la fe.

La palabras de la primera carta del apóstol Pedro, que hemos escuchado en la segunda lectura, nos animan, una vez más, a poner nuestra mirada en. Jesucristo nuestro Señor, muerto y resucitado, piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios. En Él, todo tiene consistencia y nuestra vida se llena de luz.. Él ha querido contar con nosotros para que unidos a Él, como piedras vivas, entremos a formar parte en la construcción del Templo del Espíritu y, en esta porción de la Iglesia que es la diócesis de Getafe, seamos protagonistas directos y testigos privilegiados de las maravillas que el Señor ha querido realizar en nosotros.

El Señor, en su misericordia infinita, quiso elegir para guiar, como primer Obispo de la recién creada diócesis de Getafe, a una persona providencial.

D. Francisco José Pérez y Fernández Golfín, al que de una manera especial tenemos presente en este momento, tuvo en su mente desde los comienzos mismos de la diócesis, la creación del Seminario. Como maestro y formador de muchos sacerdotes, tanto en su etapa de director espiritual del Seminario, como más tarde como Párroco, Vicario episcopal y Obispo Auxiliar de Madrid, tuvo siempre la gran preocupación de formar sacerdotes santos, entregados en cuerpo y alma a su ministerio sacerdotal, que trasmitieran la alegría infinita de haber sido llamados por Dios para hacer presente entre los hombres a Jesucristo, Buen Pastor.

Al ser llamado por Dios para poner en marcha la diócesis de Getafe, su principal deseo fue la creación del Seminario. En Cubas de la Sagra, comenzaron los primeros pasos y felizmente, con la ayuda eficaz y generosa de D. Rafael Zornoza, nacía el Seminario de Getafe el año 1995, siendo inaugurado, en una ceremonia sencilla y entrañable, por el Nuncio de su Santidad, Mons. Mario Tagliaferri.

Han sido diez años muy fecundos; y aquí estáis ahora, para darle gracias a Dios gran parte de los sacerdotes que en él os habéis formado. Podemos decir que las palabras del Señor , que hemos escuchado en el evangelio, se han cumplido en la breve historia de nuestro seminario diocesano: “El que cree en mi, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores”(Jn.14,12). El Seminario es una obra de Dios, fruto de la fe y la confianza en Él. Pero una obra, que está en sus comienzos y que, animados por esa fe, hemos de seguir construyendo, entre todos, con la ayuda de Dios. En el Seminario está el futuro de la diócesis y seguirá caminando y dando frutos si , entre todos, lo sacamos adelante, poniendo cada uno, según la misión que en la Iglesia ha recibido, la parte que le corresponda, y uniéndonos todos, siempre y en todo momento con la fuerza insustituible de la oración., en la que participan de forma intensa y misteriosamente eficaz nuestras monjas de clausura y una gran cadena de oración por el Seminario.

A los formadores del Seminario, con los que ahora convivo y a los que estoy profundamente agradecido, les pido que , como han hecho hasta este momento, muy unidos a su Obispo, sigan fielmente las orientaciones de la Iglesia . “El Seminario es, sobre todo, una comunidad educativa en camino: la comunidad promovida por el Obispo para ofrecer, a quien es llamado por el Señor para el servicio apostólico, la posibilidad de revivir la experiencia formativa que el Señor dedicó a los Doce (...) La identidad profunda del Seminario es ser, a su manera, una continuación en la Iglesia, de la íntima comunidad apostólica formada en torno a Jesús, en la escucha de su Palabra, en camino hacia la experiencia de la Pascua, a la espera del don del Espíritu para la misión” (PDV.60) . Siguiendo estas orientaciones aparece con claridad la importancia de hacer del seminario una verdadera comunidad educativa que, en comunión con el Obispo, tenga un claro y único proyecto formativo para que los que caminan al sacerdocio conozcan y amen la inmensa riqueza de ministerios y carismas que el Señor ha derramado en esta Diócesis y se preparen para ser pastores , según que el corazón de Cristo, de todos aquellos que la Iglesia un día les confíe, acogiendo a todos con paternal afecto sin otra preferencia que la de los más pobres y desfavorecidos.

Tarea importantísima de todos es la pastoral vocacional. Es verdad que tenemos que darle muchas gracias a Dios porque, en estos años, no nos han faltado vocaciones y nuestro seminario figura entre los primeros de España en número de vocaciones. Pero, proporcionalmente a la cantidad de habitantes, el número de vocaciones sigue siendo insuficiente y es mucho lo que nos queda por hacer. Por el misterio de la Encarnación sabemos que Dios siempre actúa por mediación nuestra. Y es muy grande la responsabilidad que tenemos para que lleguen a buen término las vocaciones que el Señor sigue suscitando.

Sabemos muy bien que nuestra primera responsabilidad es vivir santamente nuestra vocación sacerdotal. Al lado de un sacerdote santo siempre surgen vocaciones. Y la santidad va siempre unido al gozo inmenso de una vida totalmente entregada al servicio de Dios y de los hermanos. Ser sacerdote hoy es algo apasionante. Nadie como el sacerdote puede acercarse, con la luz de la fe, a los abismos más profundos del corazón humano, participando en su alegrías y penas y siendo para todos cauce e instrumento privilegiado de la misericordia divina. Nadie como el sacerdote llega a alcanzar un grado de comunicación tan intenso con los hombres que le permita se compañero, amigo y padre de mucha gente hambrienta de Dios y deseosa de escuchar palabras verdaderas que ayuden a entender el significado más hondo de la realidad en la que vivimos inmersos. Y esta pasión y este gozo de la vida sacerdotal hemos de transmitirla a nuestros jóvenes, para que, a través nuestro, el Señor, si es su voluntad, les llame al ministerio sacerdotal.

Pero esto, siendo lo más importante, no basta. Para fomentar la pastoral vocacional, junto al atractivo de nuestro testimonio personal, los jóvenes han de sentir el atractivo de una Iglesia unida; han de sentir la belleza una Iglesia que transparenta en su forma de ser y en su misión evangelizadora, esa unidad que brota de las Tres divinas Personas y que por la gracia que nace de los sacramentos, especialmente del bautismo y de la Eucaristía, va dando frutos abundantes de comunión. Estos frutos hemos de verlos, en lo que se refiere al cuidado y fomento de las vocaciones, en la pastoral de juventud. Es fundamental una pastoral de juventud, sin ambigüedades, con una propuesta clara y valiente del misterio de Cristo y, como ha venido haciendo Juan Pablo II en todo su pontificado, fomentando la vida interior y ofreciendo a los jóvenes la vocación a la santidad como algo que, con la gracia de Dios, es posible alcanzar. El día a día de la pastoral de juventud hemos de hacerla en nuestras comunidades parroquiales y movimientos apostólicos, pero no es suficiente. Los jóvenes necesitan espacios más amplios y por ello hemos de ayudarnos mutuamente para poder ofrecer a los jóvenes signos eclesiales y encuentros comunitarios que hagan visible la rica realidad de nuestra Iglesia diocesana; y, junto al Papa, en las jornadas mundiales, poder experimentar con gozo la catolicidad de la Iglesia. Las fronteras entre las naciones y las culturas son cada vez más flexibles y los jóvenes han nacido ya en un mundo globalizado en el que la Iglesia ha de manifestar la universalidad del evangelio y su capacidad de ser fermento de las culturas , fuente de unidad y semilla de un mundo y de una humanidad nueva en donde resplandezca la dignidad del hombre.

En nuestra diócesis abundan los jóvenes y, por ello nuestra responsabilidad es aún mayor. El Señor nos está bendiciendo con muchos dones y nuestra respuesta ha de ser generosa. No escatimemos esfuerzos. Presentemos con toda su fuerza transformadora la palabra de Cristo, en el seno de una Iglesia diocesana unida y vigorosa, en la que todos los hombres de buena voluntad puedan reconocer la vitalidad de aquella primitiva comunidad cristiana de la que nos habla el libro de los Hechos de los Apóstoles donde “los hermanos eran constantes en escuchar las enseñanzas de los apóstoles, en la vida en común , en la fracción del pan y en las oraciones y todo el ,mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén” (Hech.2,42-47)

Encomendemos nuestro Seminario y nuestra diócesis a la Virgen María.en este año de la Inmaculada y de la Eucaristía. Que ella, mujer eucarística, sea siempre nuestra maestra e intercesora.

“Madre de Jesucristo,
que estuviste con Él al comienzo de su vida
y de su misión,
lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,
lo acompañaste en la cruz,
exhausto por el sacrificio único y eterno,
y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo;
acoge desde el principio
a los llamados al sacerdocio,
protégelos en su formación
y acompaña a tus hijos
en su vida y en su ministerio sacerdotal
Oh Madre de los sacerdotes” AMEN. (PDV.82)

 

Ordenacion Episcopal

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“Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré su fidelidad por todas las edades” (S. 88)

En un momento como este, rodeado de tantas y tantas personas a través de las cuales Dios me ha manifestado su amor: mi familia, mis amigos muy queridos de la infancia, del Seminario y de las diferentes parroquias en las que han ido transcurriendo las diferentes etapas de mi vida sacerdotal : Colmenar Viejo, Santa María la Mayor, Ntra. Sra. de África, amigos y hermanos de las distintas parroquias y comunidades de la Vicaría V de Madrid; y ahora, de una manera muy próxima y cercana amigos y hermanos sacerdotes, religiosos, seminaristas y laicos de la diócesis de Getafe, padres y madres de familia, hermanos de las diversas parroquias, colegios, comunidades cristianas, movimientos apostólicos y asociaciones de fieles, centro diocesano de teología, catequistas , profesores de religión y educadores cristianos, dignas autoridades y representantes de las corporaciones municipales y de la Comunidad de Madrid, no puedo sino proclamar y cantar eternamente las misericordias del Señor. “ Te doy gracias,¡oh Dios!, te doy gracias invocando tu nombre y cantando tus maravillas. Yo siempre proclamaré tu grandeza” (S.74) “ Te doy gracias Señor de todo corazón ... por tu misericordia y tu lealtad, porque tu promesa supera tu fama ... porque cuando camino entre peligros me conservas la vida... El Señor completará sus favores conmigo. Señor tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos” (S.137)

Hoy la Iglesia me confia el más alto ministerio, el ministerio episcopal, como un don del Espíritu Santo para la edificación del Cuerpo de Cristo y para el servicio de los hermanos.

Le pido a Dios, de todo corazón (y pido también vuestras oraciones para) que siempre y en todo momento mi vida se configure con Cristo de tal manera, - que el pensamiento de Cristo, la mente de Cristo, informe por entero mi modo de pensar y de sentir y de comportarme entre vosotros, - que todo lo juzgue y todo lo realice y todo lo soporte, siempre a la luz de la fe, - que tenga siempre presente que he sido, como Jesús, ungido por el Espíritu Santo y he sido enviado para anunciar el evangelio a los pobres, - que sepa armonizar en mi persona los aspectos de padre y de hermano, de discípulo de Cristo y de maestro de la fe, de hijo de la Iglesia y, en cierto sentido, de padre de la misma porque, como dice el apostol, hemos sido llamados para engendrar en Cristo Jesús a muchos hijos y para ser ministros de la regeneración sobrenatural de los cristianos, - que demuestre con mi conducta que nadie puede legítimamente mandar a los demás, si primero no se puede presentar a sí mismo como ejemplo de obediencia: obediencia a la voluntad divína (que mi “alimento” como el de Cristo sea “hacer la voluntad del Padre”), odediencia al Santo Padre, Supremo Pastor de la Iglesia universal y obediencia al Obispo Diocesano de esta Diócesis de Getafe para la que he sido nombrado Obispo Auxiliar. Él, D. Francisco, ha sido amigo, maestro y padre en estos años de vida de la Diócesis y , a partir de ahora, unido a él en el sacramento del episcopado, seguirá siendo maestro y guía espiritual para realizar con él en plena armonía con mi respeto y obediencia la misión de conservar íntegro y puro el depósito de la fe, de edificar la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y de cuidar del Pueblo Santo de Dios y dirigirlo a la salvación.

“Cantaré eternamente las misericordias del Señor”. El me concedió la gracia inmensa de unos padres profundamente cristianos que me llevaron a Cristo y que hoy - estaes mi convicción - desde la Jerusalén del cielo , participan con gozo de esta liturgia.

Dios ha llenado mi vida de amor y de misericordia. Puedo decir con el apostol Pablo: “ Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en este ministerio... la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mi juntamente con la fe y la caridad de Cristo Jesús... y, si encontré misericordia fue para que en mi primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que había de creer en Él para obtener la vida eterna” (1 Tim. 1,12-17)

Me encomiendo, con filial devoción, a la Virgen María, la Virgen fiel, la llena de gracia, la siempre dócil al Espíritu Santo, la Madre del Salvador y Madre nuestra, Reina de los ángeles y Reina de los apóstoles, que ella me lleve a Jesús, me ponga a los pies de Jesús el Buen Pastor para que siempre sea entre vosotros su más viva imagen. AMEN

 

Fiesta del Corpus Christi

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CORPUS CHRISTI - 2005

* El gozo de este encuentro. Un año más, al llegar la solemnidad del Corpus Christi, toda la Iglesia se une gozosa para venerar y adorar este Sacramento admirable en el que Cristo ha querido dejarnos el memorial de su Pasión.

Es un día en el que queremos dar testimonio público de nuestra fe en Jesucristo presente en la Eucaristía y en el que queremos también sentir el gozo de la unidad, el amor a la iglesia y la responsabilidad de la misión evangelizadora que nos ha sido confiada.

La Iglesia vive de la Eucaristía. Sin la Eucaristía no puede haber Iglesia y sin Iglesia ni puede haber Eucaristía. En la Eucaristía se cumple la promesa del Señor: “Mirad que Yo estoy con vosotros todos los día hasta el fin del mundo”

* Realmente podemos decir que la Eucaristía constituye el centro mismo de la vida de la Iglesia: porque si decimos que la Iglesia nace del Misterio Pascual, es decir, del misterio de la pasión muerte y resurrección de Cristo, la Eucaristía es el sacramento por excelencia del misterio pascual. En la Eucaristía la Iglesia actualiza permanentemente el sacrificio redentor de Cristo en la cruz, tiene acceso a él, lo hace contemporáneo a nosotros y permanentemente presente. No es algo pasado, no es sólo un simple acontecimiento histórico. En la eucaristía el sacrificio de Cristo es algo vivo y actual. En la celebración eucarística podemos vivir y palpar con nuestros sentidos y, por tanto, aplicar a nuestra situación personal el amor inmenso de Cristo, su amor hasta el extremo, hasta dar la vida, y su obediencia suprema al Padre por amor a los hombres. En la Eucaristía, cada
uno de nosotros y la Iglesia entera se une a Cristo, ofreciéndose con Él al Padre. Toda nuestra vida, con sus dolores y alegrías, ofrecida con Cristo al Padre en el sacrificio eucarístico adquiere significado y valor. Incluso nuestro pecado es destruido por el sacrificio redentor de Cristo y convertido en fuente de gracia y fortaleza.

Pero la Pascua de Cristo que se hace viva y presente entre nosotros en la celebración eucarística, incluye junto con la pasión y muerte, también la resurrección. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven señor Jesús!”. La resurrección es la culminación y la corona del sacrificio de Cristo en la cruz. Y en la Eucaristía, por tanto, nos encontramos con el resucitado que vive en la Iglesia y nos da el Espíritu Santo y se nos entrega permanentemente como pan de vida. “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que coma de este pan vivirá eternamente”. En la Eucaristía estamos ya participando, anticipadamente, como primicia, de la resurrección futura que un día, por nuestra unión con Cristo resucitado alcanzaremos.

Contemplando el misterio eucarístico, con actitud de asombro agradecido y de admiración, podemos entender muy bien como se construye la unidad de la Iglesia. La unidad en la Iglesia, la comunión eclesial, la construye el Espíritu Santo que nos une a Cristo, en la Eucaristía, y hace posible que formemos con Él, como nuestra Cabeza, un solo cuerpo, el Cuerpo de Cristo, Sacramento de salvación para la humanidad entera y signo e instrumento de la unión intima de los hombres con Dios y de la unidad de todo el género humano.

Por eso hoy, día del Corpus Christi, contemplando este misterio de amor, hemos de comprender, como nos recuerda el Papa Juan Pablo II en su encíclica Ecclesia de Eucharistía, que la celebración de la Eucaristía presupone la comunión, consolida la comunión y lleva a su perfección la comunión.

* La celebración eucarística presupone la comunión. La Eucaristía es algo tan grande y tan esencial en nuestra vida que no podemos acercarnos a ella de cualquier manera.

La Eucaristía supone, por una parte, la vida de la gracia. No podemos acercarnos a la Eucaristía, sin habernos arrepentido antes de nuestros pecados. La Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía nos está pidiendo una actitud de continua conversión, de reconocimiento humilde de todo lo que nos separa de Cristo y de los hermanos; y, por eso, antes de acercarnos a comulgar el Cuerpo de Cristo hemos de acercarnos al sacramento del perdón para reconciliarnos con Dios y podernos acercar a la mesa del Señor con un corazón limpio.

Y la Eucaristía supone también, por otra parte, una incorporación plena a la Iglesia, a su vida, a sus pastores, a su doctrina y a su misión. La Eucaristía nos pide participación gozosa en el ser de la Iglesia, en su realidad más concreta, en nuestras parroquias y comunidades, siendo miembros activos y evangelizadores, preocupados de nuestra formación, orando como hermanos y haciendo nuestros los problemas, inquietudes y tareas de la Iglesia de nuestros días.

* Pero la Eucaristía, a la vez que presupone la comunión, también crea y consolida esa comunión y la lleva a su perfección y plenitud.

La Eucaristía educa para la comunión frente al peligro de la dispersión, nos hace cada día más cercanos unos a otros y más hermanos.

De ahí, la importancia enorme de la Misa dominical. Si la Iglesia que es madre y Maestra nos pide que participemos, por lo menos el domingo, en la Eucaristía es porque sabe que esa participación asidua es vital para nuestro crecimiento en la fe. No podemos descuidarnos, ni abandonarnos en este deber tan esencial. “ La Eucaristía del domingo, no dice el Papa, es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente.”

Precisamente, a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así, de manera eficaz su papel de sacramento de unidad.

* Y esa comunión creciente, que la Eucaristía va creando en nosotros, va despertando también en nosotros una creciente caridad.

Hoy es el día de la Caridad. Un día en que nos sentimos especialmente unidos a Cáritas, esa institución que sirve de instrumento y cauce para el ministerio de la caridad en la Iglesia. Quien vive y experimenta en su vida el amor de Dios y el amor as los hermanos, quiere y desea y busca que ese amor llegue a todos los hombres.

Un amor como el de Cristo es un amor universal, que perdona al enemigo y trabaja por la paz; es un amor preferencial a los más pobres, que trabaja por la justicia y presta ayuda al que vive en la pobreza

Dentro de unos momentos llevaremos a Jesucristo presente en la figura del pan, por las calles de nuestra ciudad y encomendaremos estas calles, estas casas , estas familias, toda nuestra vida cotidiana a la bondad ya la misericordia de Jesús. “¡Qué nuestras calles sean calles de Jesús! ¡Que nuestras casas sean casas para Él y con Él! Que en nuestra vida de cada día penetre su presencia. Con este gesto, ponemos ante sus ojos los sufrimientos de los enfermos, la soledad de los jóvenes y de los ancianos, las tentaciones, los miedos, toda nuestra vida. La procesión quiere ser una bendición grande y pública para nuestra ciudad: Cristo es, en persona, la bendición divina para el mundo (...) En la procesión del Corpus Christi, acompañamos al Resucitado en su camino por el mundo entero y de este modo respondemos también a su mandato: “Tomad y comed ... Bebed todos” (Mt.26,26). No se puede “comer” al Resucitado, presente en la forma de Pan, como un simple trozo de pan. Comer este pan es entrar en comunión con la Persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de “comer” es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de quien es el Señor, de quien es mi Creador y Redentor” (Benedicto XVI – Corpus 2005)

Que la Virgen María, en este año de La Eucaristía, nos ayude con su intercesión, para que la Iglesia reciba un nuevo impulso para su misión y reconozca cada vez más en la Eucaristía la fuente y la cumbre de toda su vida”. Amén

 

Solemnidad del Sagrado Corazon de Jesus

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SOLEMNIDAD DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
2005

La solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús nos invita a contemplar el misterio inefable del amor divino manifestado en Cristo, cuyo corazón abierto en la cruz por la lanza del soldado romano fue la máxima prueba de su generosidad y la fuente de donde manaron los sacramentos de la Iglesia.

“En esto consiste el amor de Dios: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 4,7-16)

En la oración propia de esta solemnidad nos hemos dirigido a Dios diciendo: “Dios Todopoderoso, al celebrar la solemnidad del Corazón de Jesús, recordamos los beneficios de su amor para con nosotros; concédenos recibir de esta fuente divina una inagotable abundancia de gracias”.

Esta fiesta nos invita especialmente a recordar los beneficios que Dios nos ha otorgado por medio de Jesucristo su Hijo: por medio de la humanidad de Cristo. Hablar del Corazón de Jesús es hablar de la humanidad de Jesús en la que se manifiesta la plenitud de la divinidad.

En la Sagrada Escritura el “corazón” es el centro mismo de la persona. “Corazón” significa intimidad, afectividad, profundidad. El “corazón” es como el manantial del que brota la vida y los sentimientos más íntimos de la persona. En el corazón de Jesús podemos decir que Dios expresa sus sentimientos, su intimidad, Dios nos dice quien es, Dios nos habla al corazón. “A Dios nadie le ha visto jamás, pero el Hijo único que está en el seno del Padre, Él mismo nos lo ha contado” (Jn.1). No hay más camino para llegar a Dios que la humanidad de Cristo. No hay más camino para llegar a la intimidad de Dios que la intimidad de Cristo, es decir, el Corazón de Cristo., el Corazón de Jesús. Y, al Corazón de Jesús sólo se llega desde el corazón. Así nos lo pide el primer mandamiento de la Ley de Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todas tu fuerzas, con todo tu corazón, con todo tu amor” .

La liturgia de hoy nos ilumina para entender cómo debe ser nuestra relación con el Señor y descubrir las actitudes que hacen posible esa relación.

1.- Nuestra relación con el Señor ha de tener , en primer lugar, un carácter personal. Nuestra relación con el Señor ha de ser una relación “de corazón a corazón”. Dios nos llama a cada uno por nuestro nombre. Conoce nuestra vida entera: lo que somos y tenemos, nuestras luces y nuestras sombras, nuestros miedos y complejos, nuestra búsqueda de la verdad y nuestras dudas, nuestros deseos de amor, de verdad y de bien. La fe es el fruto de un encuentro personal y el seguimiento de Cristo brota de ese encuentro. La fe es un tu a tu con el Señor, que cambia la vida y nos hace criaturas nuevas. Por eso el seguimiento de Cristo puede adquirir modalidades muy diversas y puede ser fruto de carismas muy diversos. El Señor conoce lo que somos y nos quiere como somos y nos invita a seguirle de la manera más apropiada a nuestro modo de ser. Dios no cambia nuestro ser, no cambia nuestra naturaleza, sino que la ilumina, la transfigura y hace brotar de ella, con su divina gracia, todas sus potencialidades. Por eso en la Iglesia hay tantos carismas, tantos ministerios y carismas, todos ellos encaminados a la edificación del Cuerpo de Cristo.

2.- En segundo lugar nuestra relación con el Señor ha de tener un carácter de totalidad. Seguir a Jesús compromete la vida entera. No es algo parcial, algo que ocupa sólo un aspecto de la vida, algo ocasional o pasajero. Seguir a Jesús compromete la vida entera, en todas su dimensiones. Hay muchas expresiones de Jesús que indican el carácter radical que implica su seguimiento. Al joven rico, que quiere seguirle, le invita vender todo lo que tiene. En la parábola del mercader de perlas finas le sugiere que se desprenda de toda su mercancía para alcanzar la perla preciosa. Y a los apóstoles claramente les dice: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida por Mi y por el evangelio la salvará. Pues de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida”.

La contemplación del amor de Dios siguiendo a Jesús, exige totalidad. Un corazón dividido, descentrado o perdido nunca llegará a vivir con plenitud la experiencia gozosa del amor de Dios.

3.- En tercer lugar la relación con el Señor tiene un carácter salvador. El seguimiento de Jesús es un seguimiento que salva y la contemplación del amor de Dios en la humanidad de Cristo, en su Corazón, es una contemplación que nos hace criaturas nuevas. Conocer a Cristo, en su intimidad, en su Corazón, lleno de misericordia, es un conocimiento que da sentido a la vida y la llena de esperanza y de luz. En el Corazón de Cristo el hombre descubre la verdad. En el Corazón de Cristo, en el amor de Dios manifestado en la humanidad de Cristo todo adquiere consistencia y sentido y todo se ilumina. En El Corazón traspasado de Cristo, en el misterio de la Cruz, la creación entera, herida por el pecado de Adán, vuelve a recobrar su verdadera belleza para retornar al Padre y alabarle eternamente.

Encontrase con Jesús y seguirle es alcanzar la salvación y reconocer que sólo en Él podremos descubrir la verdad de todas las cosas. Sin Cristo vamos a tientas. Sin Cristo todo es oscuro y confuso. En Cristo “hemos pasado delas tinieblas a la luz”. En Él y con Él salimos de la oscuridad y entramos en la luz. El encuentro con Cristo siempre es un encuentro salvador y hasta lo más pequeño y sencillo, lo aparentemente más insignificante se llena de significado.

En el ofertorio de la Misa, junto con el pan y el vino que se van a convertir en el Cuerpo y la Sangre del Señor, hemos de poner toda nuestra vida, esa vida que está hecha de pequeñas cosas, pero que unida a la del Señor, por el don del Espíritu Santo, adquiere dimensiones de verdadera grandeza hasta el punto de convertirse también, junto a Cristo, en fuente de salvación para todos los que nos rodean. “La creación expectante está aguardando la manifestación de los hijos de Dios”. Nuestra vida unida a la de Cristo nos convierte en verdaderos hijos de Dios que hacen presente en el mundo el amor de Dios y la salvación de Dios que la creación espera con tanto anhelo.

4.- En cuarto lugar nuestra unión con el amor de Dios en la humanidad de Cristo ha de tener un carácter de adoración. Los evangelios narran la Transfiguración del Señor en el contexto del seguimiento a Cristo, que camina hacia Jerusalén para ofrecerse al Padre en la Cruz. En ese Cristo transfigurado resplandece la divinidad. En la humanidad de Cristo que camina hacia la cruz para entregarse como cordero inmaculado, se nos revela el misterio de Dios. Por eso nuestro encuentro con el Corazón de Cristo es un encuentro de adoración. Y hemos de postrarnos ante Él para decirle. Señor mío y Dios mío. En la humanidad de Cristo, humanidad que se prolonga en la Iglesia haciéndose especialmente presente en los sacramentos, resplandece la luz de Dios. “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Pidamos a Dios ese corazón limpio para descubrir y adorar su divinidad en la humanidad de Cristo y en la humanidad de la Iglesia. Y ese encuentro con la divinidad de Cristo, con la luz de Cristo, nos convertirá en hijos de la luz y hará que en nuestra vidas resplandezcan amando de corazón a todos nuestros hermanos. “Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna ... quien dice que está en la luz y aborrece al hermano está aun en las tinieblas”

Pidamos a la Santísima Virgen, que tan cerca estuvo de su Hijo en la Cruz, que nos haga comprender la riqueza de amor que brota del Corazón de su Hijo y vivamos siempre de ese amor, para convertirnos también nosotros en fuente de salvación y amor para todos los hombres.