Viernes Santo

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HOMILÍA VIERNES SANTO

Ante el relato de la pasión, no cabe sino el silencio, la adoración y una inmensa gratitud. Todo esto sucedió por mi. Murió por mis pecados. Cuando al director de cine Mel Gibson le preguntaban, acusándole de antisemitismo, si en su película “La Pasión de Cristo” aparecían los judíos como culpables de la muerte del Señor, él contestaba: el culpable de la muerte del Señor he sido yo, ha sido mi pecado y el pecado de todos los hombres.”Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca” (Is 53,6-7)

Hemos comenzado esta celebración postrándonos en el suelo, en silencio, ante el Señor, que muere en la cruz por nuestros pecados y nos hemos dirigido a Dios diciendo: “¡Oh Dios! Tu Hijo, Señor nuestro, por medio de su pasión ha destruido la muerte que como consecuencia del pecado nos alcanza a todos los hombres. Concédenos hacernos semejantes a Él para que por la acción santificadora de la gracia llevemos grabada en nosotros la imagen de Jesucristo, el hombre celestial”.Sin Cristo los hombres llevábamos grabada la imagen de Adán el hombre terreno, herido por el pecado original. Cristo, en la cruz, como nuevo Adán, devuelve al hombre caído su imagen auténtica de hijo de Dios.

La contemplación de la pasión del Señor tiene que provocar en nosotros un cambio profundo ... una verdadera conversión.

En el evangelio de S. Juan aparecen perfectamente unidas la naturaleza humana de Jesús y su naturaleza divina. Jesús, en cuanto hombre padece un sufrimiento indecible; es humillado, maltratado y despojado de todo. Pero, al mismo tiempo aparece su condición divina, su señorío y su íntima unión con el Padre.

* Vienen a buscarle como si fuera un ladrón, Judas el traidor, la patrulla romana y los guardias de los sumos sacerdotes. Pero al decir Jesús quien es. Al pronunciar Jesús ese “Yo soy”, lleno de autoridad divina, todos retroceden y caen. Y sólo consiguen prenderle cuando Él lo permite. Jesús va libremente a la pasión. “Nadie me quita la vida, soy yo el que la entrega”

* Ante Anás, Jesús es abofeteado. Pero su palabra pone de manifiesto la falsedad del sumo sacerdote: “Si he faltado al hablar muéstrame en qué he faltado; pero si he hablado como se debe ¿por qué me pegas?”

* Pilato, consciente de la inocencia de Jesús, quiere arreglar las cosas , pero sin afrontar la verdad, quiere quedar bien con todos, menos con su propia conciencia. Pilato vive en la mentira. No afronta la verdad. Está más preocupado de su imagen pública que de la justicia. Y, ante Jesús, esa falsedad en la que vive queda al descubierto. Y, cuando le pregunta a Jesús, abiertamente, si es rey, Jesús le va a contestar con toda claridad: “Tu lo dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Pero Pilato no vive en la verdad, no es de la verdad. Pilato vive en la mentira, vive en la apariencia. Por eso Pilato y los que son como Pilato no son capaces de escuchar la voz de Jesús.

* Jesús en la cruz, a la vez que como hombre se va vaciando y va viviendo el mayor de los despojos y la pobreza más extrema, se va también manifestando como revelación suprema de la misericordia divina y como Señor de la gloria. Y en un derroche de amor convierte a su Madre, entregándosela al apóstol Juan, en Madre de la Iglesia... convierte a la Madre del Redentor en la Madre también de los redimidos

El prefacio primero de la Pasión nos expresa con gran profundidad el señorío de Cristo en la cruz y su juicio sobre el mundo: “En la pasión salvadora de tu Hijo, el universo aprende a proclamar tu grandeza y por la fuerza de la cruz el mundo es juzgado como reo y el crucificado exhaltado como juez poderoso”.

Vamos a ponernos, hoy, ante la cruz del Señor, y dejar que esa cruz, la cruz del amor, la cruz del perdón, la cruz de la misericordia, la cruz que nos ha redimido del pecado, juzgue nuestra vidas y juzgue nuestro mundo:

- juzgue nuestras cobardías y miedos como la cobardía y el miedo de los apóstoles y de Pedro,
- juzgue nuestra soberbia como la de Anás y Caifás,
- juzgue nuestras mentira y nuestra injusticia como la mentira y la injusticia de Pilato.

Pero el juicio que hace Jesús, desde la cruz no es un juicio de condenación, sino de vida.

Por eso vamos a abrazarnos, con mucha confianza, a la cruz del Señor para que Él perdone nuestros pecados, nos conforte en los sufrimientos y nos haga testigos de su misericordia.

Y, abrazados a la cruz del Señor, teniendo como madre e intercesora a la Virgen María, y llenos de la gracia que nos viene de los sacramentos seamos también jueces valientes para denunciar el pecado y la mentira del mundo, de nuestro mundo... para denunciar todos los pecados contra la vida y la dignidad del hombre que constantemente e impunemente se están cometiendo

Y unamos a la valentía de la denuncia el anuncio y la oferta de salvación que brota de la cruz de Cristo abriendo caminos de esperanza, de paz y de misericordia para todos los hombres.

Con esa mirada misericordiosa sobre el mundo vamos a hacer, dentro de un momento, la oración universal. Hoy la Iglesia, abrazada a la cruz de Cristo, mira con amor de madre a la humanidad entera y pide para ella el perdón y la misericordia.

Que la participación en el misterio de la cruz nos permita celebrar mañana , con gozo, la victoria sobre la muerte... la resurrección gloriosa de Cristo. AMÉN

Funeral de D. Francisco

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HOMILÍA- FUNERAL DE D. FRANCISCO
(8 de Marzo de 2004)

Como los discípulos de Emaus hemos vivido también nosotros, en estos días, momentos de desolación y dolor; pero el Señor ha salido a nuestro encuentro y se ha puesto a caminar con nosotros. Y su Palabra nos llena de paz. Y, reunidos hoy con Él en la mesa eucarística, los ojos de nuestra fe se abren y le reconocemos vivo y resucitado en medio de nosotros; y, con la fuerza y la gracia de su Espíritu, podemos decir con las palabras del apóstol Pablo: la muerte de nuestro querido obispo D. Francisco “ha sido absorbida en la victoria de Cristo. ¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está muerte tu aguijón?”

La Iglesia nos ofrece en el oficio de difuntos un precioso texto de S. Anastasio de Antioquia para nuestra meditación en momentos como este. Dice el santo: “Los muertos que tienen como Señor al que volvió a la vida ya no están muertos sino que viven(...) Como Cristo que, una vez resucitado de entre los muertos ya no muere más, así ellos también, liberados de la corrupción, no conocerán ya la muerte y participarán de la resurrección de Cristo como Cristo participó de nuestra muerte (...) Cristo descendió a la tierra para librar nuestras vidas de la corrupción y atraernos hacia Él trasladándonos de la esclavitud a la libertad (...) Cristo nos ha precedido con su gloriosa resurrección y transformará nuestro cuerpo humilde según el modelo de su cuerpo glorioso”

Esto es lo que tantas veces ha predicado D. Francisco y esto es lo que hoy nosotros proclamamos y celebramos: que la gran victoria sobre la muerte ya ha comenzado en Jesucristo resucitado; que, en Cristo resucitado, ha comenzado ya una nueva creación; que, en Él, somos criaturas nuevas; y que lo viejo, lo corruptible, lo mortal será transformado por Dios con un nuevo acto creador para que, un día, por obra del Espíritu Santo, todos lleguemos a ser, en Cristo Jesús, plenamente hijos de Dios, con un cuerpo glorioso como el suyo, contemplando el Rostro del Padre y gozando para siempre de su Amor.

Mirando, desde la fe, el paso de D. Francisco entre nosotros lo vemos como una prueba más del amor de Dios. Su paso ha dejado un rastro de bondad. Los que hemos vivido y trabajado con él de una forma muy cercana, podemos decir que él ha sido para nosotros, signo y sacramento de Jesucristo Buen Pastor, que da la vida por las ovejas. Ha sido para nosotros hermano, amigo, padre y maestro, dándonos siempre seguridad y confianza para afrontar los problemas. Lleno de fe, enamorado de Jesucristo y de su sacerdocio y dotado de unas cualidades extraordinarias de simpatía y de inteligencia, sabía ir siempre a la solución de los problemas concretos y sobre todo a cada persona en particular y de una manera muy especial a sus seminaristas y sacerdotes. Su preocupación constante ha sido la evangelización: llevar a todas las gentes el gozo del evangelio. Y, por eso, era en él casi una obsesión crear parroquias nuevas en los nuevos barrios que continuamente han ido surgiendo en nuestra diócesis, llenos de gente joven y de nuevas familias; y preparar buenos sacerdotes, en su seminario, para atender esas parroquias. “Donde haya un buen sacerdote, allí habrá una buena parroquia”, me comentaba muchas veces. No era, como sabéis amigo de organigramas, ni de estructuras pastorales complicadas o de planteamientos teóricos, que en, en el fondo sirven para muy poco; sino que, lleno de sabiduría práctica y con un corazón de pastor desbordante de amor, lo que quería y hacía era ir directamente a las personas trasmitiéndoles el amor a Cristo y a la iglesia que él tan intensamente vivía. Cuando hablábamos de planes y proyectos pastorales, al final siempre terminábamos comentando las palabras de Juan Pablo II en “Novo Millenio Ineunte” : “No se trata de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre recogido por el Evangelio y por la Tradición viva de la Iglesia. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste”. Siempre me ha admirado la capacidad que tenía para llegar a todo tipo de gente y para decir a cada uno, muchas veces, en un tono festivo y con alborozo, las palabras oportunas. Podemos decir que Dios nos ha dado un gran regalo con la vida y la palabra de D. Francisco y que la diócesis Getafe ha encontrado en su ministerio episcopal unos fundamentos y unos frutos que nosotros ahora, con la ayuda de Dios hemos de seguir desarrollando.

Ahora nos queda caminar hacia delante y seguir el rastro que él nos dejado. Y lo hacemos con mucha confianza porque sabemos que Jesucristo, el único y verdadero Pastor, del que D. Francisco fue un fiel servidor, nos acompaña y nos guía. Y por eso hoy podemos repetir con mucha fe las palabras del salmo: “El Señor es mi Pastor y nada me falta (…) Aunque camine por cañadas oscuras nada temo porque tu vas conmigo, tu vara y tu cayado me sosiegan (…) Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin término”. En estos días, la comunidad diocesana de Getafe se ha sentido especialmente unida y Dios ha despertado en todos nosotros, sacerdotes, seminaristas, religiosos y laicos deseos muy hondos de fidelidad al Señor.

Es mucho lo que hay que hacer. Tenemos que mirar hacia delante con esperanza. Este mundo nuestro, tan aparentemente alejado de Dios, no puede vivir sin Dios. Nuestro mundo, las gentes de nuestros barrios y parroquias tienen hambre de verdad y de amor, tienen hambre de vida, de esa vida que solamente Jesucristo, muerto en la cruz por nuestros pecados y resucitado de entre los muertos, puede darles. Hay mucha gente cansada y decepcionada que como la mujer samaritana acude a ese nuevo pozo de Jacob, que es la Iglesia, buscando calmar su sed de Dios.

Que las huellas de un pastor bueno, como D. Francisco, aviven en nosotros el deseo de ser miembros vivos del Cuerpo de Cristo y sepamos ofrecer a esas gentes, hambrientas de Dios, el alimento que les sacie; y se cumplan en nosotros las palabras del profeta Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura: “En aquel día preparará el Señor para todos los pueblos un festín de manjares suculentos (…) Aniquilará la muerte para siempre. El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros (…) Aquel día se dirá: aquí está nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara. Celebremos y gocemos con su salvación”

El amor maternal de María nos acompaña y protege de una manera muy especial en estos momentos. Junto a la imagen bendita y venerada de la Virgen de los Ángeles, patrona de la Diócesis, descansa el cuerpo de D. Francisco esperando la resurrección de los muertos. A ella nos dirigimos nuevamente y a su cuidado maternal encomendamos toda la Diócesis: “Vida, dulzura, esperanza nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.” Amén.

Jueves Santo

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HOMILÍA JUEVES SANTO

“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo” Jn.13,1

* Todo, en el Jueves Santo, nos habla de amor. El amor de Dios a los hombres. Un amor hasta el extremo. Dios mismo se nos entrega en su Hijo... Dios mismo, en la persona de su Hijo, se nos entrega totalmente, compartiendo nuestra vida, siendo, en todo, igual a nosotros menos en el pecado, asumiendo nuestra debilidad y nuestros padecimientos. “ No tenemos un Sumo Sacerdote incapaz de compadecerse de nosotros, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado. Por eso acerquémonos con toda seguridad al trono de la gracia que nos auxilie oportunamente” Hebr. 4,14-5,10

Hoy es un día para contemplar el amor de Dios y darle gracias... y sentirnos llenos de seguridad y de confianza en sus brazos, porque los brazos de Dios son los brazos de un amor que no tiene límites. Hoy es un día para afianzar las raíces de nuestra existencia, los fundamentos de nuestro ser en la misericordia y en el amor divino. En medio de nuestras inseguridades y temores, envueltos muchas veces por el sufrimiento, por la duda o por la falta de amor, hemos de poner hoy nuestra mirada en Jesucristo, el Señor, en quien se nos ha revelado ese amor inmenso e infinito de un Dios que nunca nos va a dejar solos. Un Dios siempre cercano al hombre llenándole permanentemente de fortaleza y consuelo.

* Ese amor nos lo ha revelado Jesucristo a lo largo de toda su vida: con su Palabra, con sus milagros (que son signos de amor) y con su constante preocupación y atención a todos los hombres, especialmente a los humildes, a los pequeños, a los pecadores y a los pobres. Pero es en el Jueves santo cuando ese amor de Dios revelado en Jesucristo va a llegar a su momento mas sublime: en la Última Cena, (que va a ser anticipación del sacrificio del Calvario), en la que va a perpetuar su presencia entre nosotros con la Eucaristía y con el ministerio sacerdotal confiado a los apóstoles.

* La Eucaristía es el centro de la vida cristiana. Es el memorial permanentemente actualizado del sacrificio redentor de Cristo en el Calvario. “El Señor Jesús en la noche en que iban a entregarlo tomó pan, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros, haced esto en conmemoración mía. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, haced esto en memoria mía”. En la Eucaristía Cristo se entrega a su Iglesia para que su Iglesia, nosotros, tengamos vida... para que el muro que nos separa de Dios (el pecado) quede destruido... para que tengamos acceso siempre abierto para entrar en la intimidad de Dios, muriendo, con Cristo, al pecado y a todo lo que nos aparta de Dios y entrando, con Cristo, en la vida de la gracia, del perdón y de la misericordia.

La Iglesia no puede vivir sin la Eucaristía. El cristiano no puede permanecer en la fe sIn la Eucaristía. La Eucaristía nos hace cristianos y edifica la Iglesia: la Eucaristía hace posible el milagro de la unidad, de la comunión fraterna, de la aceptación y de la acogida mutua, a pesar de la diferencias.

Sólo viviendo y celebrando la Eucaristía nuestro amor será universal. ... Nuestro amor y entrega a los hermanos llegará a todas partes, incluso al enemigo y será un amor que se conmueve ante el sufrimiento de los pobres y buscará soluciones y pondrá lo que pueda de su parte para tender una mano al desvalido. Por eso hoy, Jueves santo, día eminentemente eucarístico, la Iglesia, con mucho acierto, nos invita a pensar en CARITAS, cauce institucional de la Iglesia para el servicio a los pobres y a comprometernos en ella y con ella.

Viviendo la Eucaristía, con Cristo, en la Última Cena y reconociendo en ella su presencia real, sentimos hoy el dolor de todos los que sufren, en Palestina, en Afganistán, en Irak, y en muchos lugares de África, Sudamérica o Asia, así como en tantos y tantos lugares ignorados, a veces, muy cerca de nosotros donde la dignidad de la persona humana, o la vida, o la libertad de los hombres, por los que Cristo ha derramado su sangre, es menospreciada o destruida.

* Vivir la Eucaristía es vivir el mandamiento del amor, que hoy, Jueves santo tiene una resonancia especial. Es el testamento de Jesús: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. En esto
conocerán que sois discípulos míos, si os tenéis amor unos a otros”Jn 13,34.

La novedad del mandamiento del amor no es el amor en sí mismo, sino el modo de amar. La novedad está en amar como Cristo, dando la vida. La novedad está en la fuente del amor que es Dios mismo y su Espíritu santo que con su gracia y sus dones hace posible lo que para los hombres es imposible... hace posible amar con el mismo amor con que Dios nos ama a nosotros.

* Todo esto, lo vivimos y celebramos en la Eucaristía. Y para perpetuar la Eucaristía el Señor nos hizo hoy un segundo regalo: el regalo del sacerdocio ministerial ... el regalo del ministerio apostólico que el Señor concedió a su Iglesia en las personas de aquellos doce apóstoles, a los que Él había llamado personalmente para que estuvieran muy cerca de Él y para enviarles a predicar.

En la persona del sacerdote, por el sacramento del orden, el Señor sigue presente, entre nosotros sacramentalmente, como pastor bueno que cuida a su Iglesia y que congrega en la unidad y en la caridad a los suyos mediante el anuncio de la Palabra y la celebración de los sacramentos.

Hoy es un día para reconocer con gratitud el don que el Señor hizo a su Iglesia con el ministerio sacerdotal. Por la gracia del ministerio sacerdotal, nuestros pecados quedan perdonados y la Palabra del Señor llega a nosotros con integridad y con la autoridad del mismo Cristo, de muy diversas formas: en la predicación o en la catequesis o en las muchas maneras de exhortación o de proclamación de la Palabra.

Y es un día para pedirle al Señor mucho por los sacerdotes, por los que se preparan para el sacerdocio y por las vocaciones sacerdotales. Pedir mucho al Señor para que los sacerdotes seamos fieles a la gracia que hemos recibido y nuestras vidas sean un verdadero ejemplo de santidad... que las vidas de los sacerdotes, como decía S.Juan de Ávila, “sepan a Dios”... tengan el sabor de Dios... inviten a sentir a todos los fieles cristianos “el gusto” por las cosas divinas... que cuando alguien vea la vida ejemplar de un sacerdote sienta deseos de acercarse a Dios.

* El lavatorio de los pies que haremos dentro de un momento, haciendo presente entre nosotros el gesto de Jesús con sus discípulos, nos va a recordar cómo hemos de vivir la relación entre nosotros: una relación de amor, de servicio, de disponibilidad y de humildad. “Vosotros me llamáis Maestro Señor y decís bien pues lo soy. Pues si yo el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. Jn.13,1-15

* Después de esta celebración quedará expuesto, en el Monumento, para veneración y adoración de todos, el Santísimo Sacramento. Os invito a estar con el Señor, en adoración, dándole gracias por tanto amor como nos ha mostrado y pidiéndole luz, fortaleza y consuelo para ser testigos de su amor ante los hombres, especialmente en nuestras familias: que bendiga a nuestras familias, cuide nuestros hijos y a todos nos haga crecer en el amor. Recordemos ante el Señor, vivo y realmente presente en la Eucaristía todas las necesidades del mundo, pidiéndole perdón por los pecados que se cometen.

Vamos a poner, sobre todo, ante el Señor, el sufrimiento de los pobres, de los pasan hambre, de los que sufren la guerra y la violencia, recordando con especial emoción a las víctimas de los recientes atentados de Madrid. Pidamos por España y por el mundo entero para que cese y desaparezca la violencia y el terrorismo; y los que sufren sus consecuencias encuentre en nosotros, el consuelo, la acogida y el amor fraterno. Y, todos, bien fundamentados y asentados en el amor de Cristo, alcancemos el perdón de nuestros pecados y la paz del corazón. AMEN.

 

Profesion de Belen

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HOMILÍA PROFESIÓN SOLEMNE DE BELÉN

Queridos hermanos sacerdotes, querida comunidad de MM. carmelitas, queridos amigos y hermanos todos y muy especialmente querido Hermana Belén:

Todos nos sentimos hoy muy felices y la Iglesia entera se siente feliz y le da gracias al Señor y pide por esta hija suya, que, por una gracia especial de Dios “ha decidido vivir únicamente para Dios en la soledad y en el silencio, en la oración asidua, en la generosa penitencia, en el trabajo humilde y en las obras santas, inmolándose, en comunión con María, por la Iglesia y por las almas” (Ritual n.51).

Es una vocación muy singular la de Belén. Una vocación difícil de entender en una cultura como la nuestra en la que los valores espirituales han quedado arrinconados para dar paso, casi únicamente, a una concepción de la vida centrada en lo material, lo útil, lo placentero, lo que no cuesta esfuerzo, lo pasajero. Una cultura que, en definitiva no quiere tener en cuenta a Dios, se olvida de Dios y olvidándose de Dios se olvida también del hombre y de su dignidad. Pero, vista desde la fe, es una vocación maravillosa. Podemos decir con las mismas palabras con las que Jesús se dirigía, en Betania, a María la hermana de Marta, que postrada a los pies del maestro escuchaba su palabra: Belén, eligiendo esta forma de vida, ha elegido la mejor parte y nadie se la podrá arrebatar. Ha elegido estar con el Señor, vivir para el Señor y tener al Señor como su único esposo. Belen ha escuchado en su corazón, como dirigidas especialmente a ella, esas preciosas palabras del salmo 44, que hemos rezado después de la primera lectura: “ Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna: prendado está el rey de tu belleza, póstrate ante él que él es tu Señor”. Sí, Belen. El Señor, prendado de tu belleza, esa belleza que te regaló en el bautismo y que ha ido creciendo y engalanándose con las muchas gracias que, a lo largo de tu vida, a través, especialmente, de tus padres y de muchas personas buenas que te han ido conduciendo hacia Dios, quiere, ahora, que seas sola para él. Quiere que seas su esposa. Tú para Él y Él para ti. Hoy el Señor hablándote en la intimidad pronunciará para ti las palabras del Cantar de los Cantares: “Ponme como sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo. Porque el amor es fuerte como la muerte; es cruel la pasión como el abismo; es centella de fuego, llamarada divina” (Cant. 8,6-7). Esa “llamarada “ del amor divino, que, desde muy niña has sentido en tu corazón, es la que hoy te mueve a entregarte totalmente al Señor. Y él no te va a defraudar. Todo lo contrario, Él va seguir llenando de amor tu corazón y, a partir de ahora de un modo excepcional. Dile que sí, sin ningún temor. “Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón”. “Oh llama de amor viva que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro (…) Oh toque delicado que a vida eterna sabe” (San Juan de la Cruz). Por una gracia especial de Dios tu sabes ya lo que significa esa “llama de amor viva” y aunque todavía sea, entre sombras, empiezas ya a gustar, en la oscuridad de la fe, la “vida eterna”. El mundo, nuestro mundo ciego y sorda a las cosas de Dios cree que lo que haces hoy es una locura; pero tú sabes muy bien y los que hoy te acompañamos también la sabemos que “ la locura de Dios es más sabia que los hombres y la debilidad de Dios es mas fuerte que cualquier poder humano (…) porque lo necio del mundo se lo escogió Dios para humillar a los sabios; y lo débil del mundo se lo escogió Dios para humillar a lo fuerte” (I Cor. 1,25 ss.)

Nuestra gran santa Teresa de Jesús describe así el día de su profesión religiosa, en el capítulo cuarto de libro de su Vida: “En tomando el hábito, luego me dio a entender el Señor cómo favorece a los que hacen fuerza por servirle… Me dio un tan gran contento de tener aquel estado que nunca jamás me faltó hasta hoy… dábanme deleite todas las cosas de la religión… y no había cosa que delante se me pusiese, por grave que fuese, que dudase en acometerla… Me acuerdo de la manera de mi profesión y de la gran determinación con que la hice”.

Estoy seguro de que en estos momentos estas viviendo una experiencia parecida a la que nos describe la Santa. Dios manifiesta su presencia con una alegría inmensa, una alegría que el mundo es incapaz de ofrecer. Y junto, a esa alegría, junto a ese “gran contento”, una firme determinación de hacer, en todo momento la voluntad de Dios. Y esa alegría y esa determinación nunca jamás te van a faltar. Es verdad que Dios puede permitir momentos de tribulación y oscuridad, pero, incluso en esos momentos, podrás decir con el salmista. “ aunque pase por valle de tinieblas ningún mal temeré porque Tu vas conmigo y tu vara y tu callado me sosiegan”.

Muchos se preguntarán: ¿cuáles son los medios que la Iglesia pone en tus manos para vivir una vocación tan excepcional?. Pues son bien sencillos y a la vez bien inefables, son los medios que tú misma has pedido a Dios y a la Iglesia en el diálogo que hemos tenido antes. Unos medios que, puedes tener la certeza absoluta de que nunca te van a faltar Te preguntaba: “Hermana Belén ¿ qué es lo que pides a Dios y a su santa Iglesia?”. Y tu me has contestado: “ la misericordia de Dios, la pobreza de la Orden y la compañía de las hermanas en este monasterio de monjas carmelitas descalzas de la orden de la bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo”.(cf. Ritual n.49). Estos tres medios van íntimamente unidos. Dios va a derramar continuamente su misericordia sobre ti haciendo que experimentes la libertad del corazón que da la pobreza y la caridad fraterna de una comunidad de hermanas, que, en su debilidad, alaban a Dios y cantan sus maravillas entregándole el don de toda su vida.

Todo esto va a ser posible por el don del Espíritu Santo. Hace un momento escuchábamos el evangelio de la anunciación. Sigue el modelo de María. Fíate del Señor como ella. No tengas ningún temor y dile al Señor como la Virgen: “aquí esta la esclava del Señor, hágase en mi según tu Palabra” Y verás con asombro, todos los días, las maravillas de Dios. Verás, como la Virgen María, que lo que para los hombres es imposible para Dios es posible. Dentro de unos momentos escucharás la voz de la Iglesia que pide para ti el don del Espíritu Santo. La gracia del Espíritu irá realizando en ti lo que la fragilidad humana, herida por el pecado, es incapaz de realizar por sí misma. El Espíritu de Dios irá transformando tu vida y la irá configurando cada día más con Cristo: “Te pedimos Padre que envíes sobre esta hija tuya el fuego del Espíritu para que alimente siempre la llama de aquel propósito que Él mismo hizo germinar en su corazón. Resplandezca en ella, Señor, todo el esplendor de su bautismo y la ejemplaridad de una vida santa; que, fortalecida por los vínculos de la profesión religiosa se una a Ti en ferviente caridad. Sea siempre fiel a Cristo, su único esposo, ame a la Madre Iglesia con caridad activa y sirva a todos los hombres con amor sobrenatural, siendo para ellos testimonio de los bienes futuros y de la bienaventurada esperanza” (Ritual n. 60).

El Espíritu Santo ira haciendo crecer en ti una especial gracia de intimidad con el Señor, como se la hizo sentir a los apóstoles, Pedro, Santiago y Juan en el Monte Tabor A ella hace alusión el Santo Padre en su Exhortación Apostólica “Vita Consecrata”: “Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo Encarnado es ciertamente la que tienen los llamados a la vida consagrada (…) En ellos encuentran particular resonancia las palabras extasiadas de Pedro: “Qué bueno es estarnos aquí, Señor” (…) Y, de esta especial gracia de intimidad surge en la vida consagrada, la posibilidad y la exigencia de la entrega total de sí mismo en la profesión de los consejos evangélicos. Estos, antes que una renuncia, son una específica acogida del misterio de Cristo, vivida en la Iglesia” (V.C. 15.16). “ En efecto, mediante la profesión de los consejos evangélicos la persona consagrada no sólo hace de Cristo el centro de su vida, sino que se preocupa de reproducir en sí misma, en cuanto es posible, aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo. Abrazando la virginidad, hace suyo el amor virginal de Cristo y lo confiesa al mundo como Hijo Unigénito, uno con el Padre (Cf. Jn.10,30; 14,11); imitando la pobreza, la persona consagrada lo confiesa y reconoce como Hijo que lo recibe todo del Padre y todo lo devuelve en el amor (Cf.Jn.17,7.10). Y adhiriéndose con el sacrificio de la propia libertad al misterio de la obediencia filial, la persona consagrada confiesa y reconoce a Cristo como Aquel que se complace sólo en la voluntad del Padre (Cf. Jn.4,34) al que está perfectamente unido y del que todo depende” (V.C. 34).

Hoy es un día de verdadera fiesta y de acción de gracias no sólo en este monasterio, sino en toda la Iglesia: la Iglesia que peregrina en el mundo y la Iglesia que goza, ya, de la visión divina en el cielo.

Que todos salgamos fortalecidos en la fe. Y, cada uno, sintiendo hoy de una manera especial la llamada de Dios a la santidad, regresemos a nuestros hogares cantando las maravillas de Dios y, deseando con todo el corazón, hacer de Cristo el centro de nuestras vidas.

Que la Virgen María, Madre del Carmelo, que supo seguir siempre con docilidad las inspiraciones del Espíritu, interceda por nosotros.

Vigilia Pascual

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HOMILÍA VIGILIA PASCUAL

Esta es una noche feliz. La Iglesia canta y alaba a Dios por la victoria de Cristo.”Alégrese nuestra Madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante. Resuene este templo con las aclamaciones del Pueblo”. “Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo”. “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es terna su misericordia”. “Esta es la noche en que rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”.

Pero lo que celebra hoy la Iglesia no es sólo la victoria de Cristo, su resurrección de entre los muertos. Lo que hoy celebramos es también nuestra victoria. Y es bueno que situemos esta solemne Celebración de la Pascua en nuestra vida ordinaria.

Vivimos un clima cultural muy individualista. Lo sabemos bien. A pesar de que las relaciones sociales son múltiples y las posibilidades de comunicación crecen de forma espectacular, el ser humano, en su intimidad mas profunda se siente sólo. Todo lo que se refiere al ámbito más íntimo y más personal, ese ámbito de las experiencias más hondas de la persona humana: su sentido de la vida, sus convicciones y sus creencias, se ha convertido en algo muy individual y, a veces hermético, donde ni siquiera entra la luz de la fe. Y puede ocurrir que la celebración de esta noche, la celebración de la victoria de Cristo sobre la muerte, la vivamos como algo exterior a nosotros. Como si este acontecimiento tuviera que ver poco con mi vida, con mis preocupaciones cotidianas, con mis temores y mis esperanzas. Parece como si fuera algo del pasado, ciertamente extraordinario; y que la palabra y la predicación de Jesucristo sólo fuera como un exhortación y un modo de comportarse, verdaderamente admirable, pero imposible de vivir y muy lejos de nuestras tareas y relaciones diarias. Parece como si Jesús sólo fuera un modelo extraordinario de vida, un “lider” moral, el más grande en la historia de la humanidad y que su resurrección lo único que podría significar sería la confirmación, por parte de Dios, de la grandeza moral de Jesucristo.

Pero, la resurrección del Señor es mucho más que eso. Si sólo fuese eso, todo seguiría igual. Nada habría cambiado. La humanidad seguiría siendo esclava de su pecado y viviría siempre asustada por el miedo a la muerte. Lo que hoy celebra la Iglesia no es sólo la resurrección de Jesucristo, su victoria sobre la muerte.

Lo que hoy celebra la Iglesia es la resurrección de Jesucristo y también la resurrección nuestra. En Cristo, primogénito de entre los muertos, como le llama S. Pablo, todos hemos resucitado. La victoria de Jesucristo sobre la muerte y sobre el pecado es también nuestra victoria. “Hermanos, los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte. Por el bautismo fuimos sepultados con Él en la muerte, para que así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Porque si nuestra existencia está unida a Él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya”.

Esta es la gran verdad que hoy celebramos: que si nuestra vida está unida a la de Cristo, estamos pasando ya de la muerte a la vida, estamos entrando ya en una vida nueva que no conoce la muerte. Lo que sucedió ya, sacramentalmente, en el bautismo - nuestra incorporación a Cristo - tiene que irse realizando día a día, en la fe, en la esperanza y en el amor, iluminando y transfigurando, con la fuerza del Espíritu, nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones, en la vida diaria, en todo lo que sentimos y hacemos, aun en las cosas mas pequeñas.

Hoy tenemos que vivir la inmensa alegría de experimentar en nuestro propio ser el misterio de la muerte y resurrección de Cristo: la alegría de morir, con Cristo, a lo viejo, lo caduco, lo que S. Pablo llama las “obras de la carne”: la envidia, la soberbia, le pereza, la desilusión, la desesperanza. Hay que morir a todo eso. Hay que sepultar todo eso. Para renacer con Cristo resucitado a la vida del Espíritu : que es amor y es gozo y paz y benignidad y paciencia.

Hermanos: la victoria de Cristo es nuestra victoria. En Cristo estamos todos. Él es nuestra Cabeza y nosotros somos su Cuerpo. Su sangre ha sido derramada por todos. Y la nueva vida, que surge en la resurrección de Cristo alcanza a todos: también a todos aquellos hombres de buena voluntad que, con sincero corazón buscan el bien y la verdad y cuya fe sólo Dios conoce.

En Cristo resucitado todos empezamos a participar ya de la vida eterna. Lo que ha sucedido en Cristo, sucederá también en todos que nos hemos incorporado a Cristo.

Jesús ha bajado al sepulcro, a la muerte, a las tinieblas, al reino del silencio, a “los infiernos”, al lugar de los muertos, al lugar de los que esperan la plena manifestación de los hijos de Dios. Jesús ha bajado al “abismo”, para sacarnos del “abismo”. “Demos gracias a Dios Padre, que nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo querido”

Hoy, unidos a toda la Iglesia, nos sentimos felices y cantamos himnos de alabanza porque la muerte ha sido vencida, porque Jesucristo como Primogénito de una nueva creación, como nuevo Adán, nos acompaña y nos sostiene y nos da su Espíritu Santo para que formemos parte de la humanidad salvada y redimida.

Hoy celebramos la entrada en un tiempo nuevo, el tiempo de Dios. No es ese tiempo que no lleva a ninguna parte, ese tiempo en el que todo se repite, en el que todo da vueltas sobre sí mismo, ese tiempo, gris, oscuro, sin esperanza. No. Hoy celebramos la entrada en el tiempo de Dios, el tiempo de “los cielos nuevos y la tierra nueva”. Ese tiempo que es el de Cristo resucitado. Jesucristo es Señor del tiempo y de la historia. Así lo hemos grabado en el cirio pascual, símbolo de Cristo resucitado: “Cristo ayer y hoy, principio y fin, alfa y omega. A Él la gloria y el poder por los siglos”

Reconocer a Cristo como Señor del tiempo y de la historia significa reconocer que en Él todo tiene consistencia, todo tiene fundamento, todo puede conducirnos, si se orienta según el Espíritu de Cristo, hacia la plenitud. La vida no es una repetición de actos sin sentido, sino un caminar con Cristo hacia la plenitud.

Y este “caminar” con Cristo, este “salir de las tinieblas” para entrar en la luz del Señor, en el “día del Señor”, en el “tiempo de la misericordia”, hemos de proclamarlo en esta Noche Santa, renovando nuestra fe y nuestros compromisos bautismales. Renovaremos nuestro bautismo, renunciando al pecado y afianzando nuestro reconocimiento de Cristo como Señor. Seremos rociados con agua bendita en memoria de nuestro bautismo. “Que esta agua nos renueve interiormente, avive en nosotros el recuerdo de nuestro bautismo y nos haga participar en el gozo de los hermanos que han sido bautizados en esta Pascua”

Por eso, cada uno de nosotros, según la llamada que ha recibido del Señor, ha de renovar la respuesta generosa a su propia vocación:

Los sacerdotes, hemos de renovar nuestro compromiso de servir con fidelidad al Pueblo Santo de Dios, haciendo presente sacramentalmente a Jesucristo, Buen Pastor, en la predicación de su Palabra, en la celebración de los sacramentos y en el servicio de la caridad, especialmente con los enfermos y los pobres.

Los seminaristas, renovad, con gratitud y docilidad, la llamada que un día sentisteis en el corazón de seguir al Señor en el ministerio sacerdotal. Y pedid a Dios el don de la fidelidad y la gracia del discernimiento para conocer, bajo la guía de vuestros formadores, el plan de Dios en vuestras vidas.

Los matrimonios, renovad hoy también vuestro compromiso mutuo de amor y fidelidad, siendo el uno para el otro, en la alianza matrimonial, signo del amor, indisoluble y fiel de Cristo a su Iglesia, cuidando, con una responsabilidad compartida, de la educación de los hijos enseñándoles a vivir el amor a Dios y el amor al prójimo; y haciendo del hogar una verdadera Iglesia doméstica.

Los jóvenes, poned hoy toda vuestra confianza en Jesucristo, que ha vencido a la muerte. Jesucristo es un amigo que no engaña. Y, por eso, es un amigo exigente. Él os propone el camino de las bienaventuranzas, que es el camino de la felicidad más auténtica: el camino de la libertad, que es desprendimiento de lo superfluo, el camino de la paz, siendo pacíficos en vuestro corazón y pacificadores en medio del mundo, el camino de la misericordia, el camino de la pureza de corazón, el camino del hambre y la sed de ideales grandes y de santidad.

Los mayores, vivid esta Noche poniendo en Jesucristo, Señor de la Vida el fruto de toda una vida de esfuerzo, sabiendo que para los que aman a Dios nada queda en el olvido. Y poned también el deseo y el compromiso de seguir siendo, en medio de los vuestros, en medio de vuestros hijos y nietos, testigos del amor y la misericordia de Dios, siendo vínculo de unión entre todos y manifestando con vuestra vida que sólo el amor y la fe llenan plenamente la vida. Al final todo pasa y sólo queda el amor.

Que esta Noche Santa sea para todos Noche de luz, Noche de inmensa alegría, Noche de esperanza.

Hoy volvemos a escuchar la voz del ángel a las santas mujeres que acudían al sepulcro vacío del Señor: “Por qué buscáis entre los muertos al que vive. HA RESUCITADO”. Por qué seguir malgastando nuestras vidas y nuestro esfuerzo en cosas efímeras. Por qué seguir empeñándonos en seguir sendas que no llevan a ninguna parte. Por qué pretender alcanzar la felicidad donde es imposible encontrarla. “Porque buscáis entre los muertos al vive”.

Que siempre busquemos la vida en Cristo resucitado y Él será nuestra alegría, nuestro gozo y la fuente eterna de nuestra felicidad y de nuestra esperanza. AMEN

 

Fiesta del Corpus Christi

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CORPUS CHRISTI - 2004

* El gozo de este encuentro. Un año más, al llegar la solemnidad del Corpus Christi, toda la Iglesia se une gozosa para venerar y adorar este Sacramento admirable en el que Cristo ha querido dejarnos el memorial de su Pasión. Es un día en el que queremos dar testimonio público de nuestra fe en Jesucristo presente en la Eucaristía y en el que queremos también sentir el gozo de la unidad, el amor a la iglesia y la responsabilidad de la misión evangelizadora que nos ha sido confiada.

Desde que en Pentecostés, la Iglesia, Pueblo de la Nueva Alianza, comenzó su peregrinación hacia la Patria celeste, este divino sacramento ha marcado sus días, llenándolos de esperanza confiada. Pensando precisamente en esto el santo Padre quiso dedicar a la Eucaristía la primera encíclica del nuevo milenio y con alegría anunció a toda la Iglesia, el jueves pasado, seis de Junio, la celebración de un especial “Año de la Eucaristía” que comenzará con el congreso mundial eucarístico que tendrá lugar en la ciudad mejicana de Guadalajara del 10 al 17 de Octubre de 2004 y terminará con la próxima asamblea ordinaria del sínodo de los obispos, que se celebrará en el Vaticano del 2 al 29 de Oct5ubre de 2005, cuyo tema será “La Eucaristía fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia”.

La Iglesia vive de la Eucaristía. Sin la Eucaristía no puede haber Iglesia y sin Iglesia ni puede haber Eucaristía. En la Eucaristía se cumple la promesa del Señor: “Mirad que Yo estoy con vosotros todos los día hasta el fin del mundo”

* Realmente podemos decir que la Eucaristía constituye el centro mismo de la vida de la Iglesia: porque si decimos que la Iglesia nace del Misterio Pascual, es decir, del misterio de la pasión muerte y resurrección de Cristo, la Eucaristía es el sacramento por excelencia del misterio pascual. En la Eucaristía la Iglesia actualiza permanentemente el sacrificio redentor de Cristo en la cruz, tiene acceso a él, lo hace contemporáneo a nosotros y permanentemente presente. No es algo pasado, no es sólo un simple acontecimiento histórico. En la eucaristía el sacrificio de Cristo es algo vivo y actual. En la celebración eucarística podemos vivir y palpar con nuestros sentidos y, por tanto, aplicar a nuestra situación personal el amor inmenso de Cristo, su amor hasta el extremo, hasta dar la vida, y su obediencia suprema al Padre por amor a los hombres. En la Eucaristía, cada uno de nosotros y la Iglesia entera se une a Cristo, ofreciéndose con Él al Padre. Toda nuestra vida, con sus dolores y alegrías, ofrecida con Cristo al Padre en el sacrificio eucarístico adquiere significado y valor. Incluso nuestro pecado es destruido por el sacrificio redentor de Cristo y convertido en fuente de gracia y fortaleza.

Pero la Pascua de Cristo que se hace viva y presente entre nosotros en la celebración eucarística, incluye junto con la pasión y muerte, también la resurrección. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven señor Jesús!”. La resurrección es la culminación y la corona del sacrificio de Cristo en la cruz. Y en la Eucaristía, por tanto, nos encontramos con el resucitado que vive en la Iglesia y nos da el Espíritu Santo y se nos entrega permanentemente como pan de vida. “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, el que como de este pan vivirá eternamente”. En la Eucaristía estamos ya participando, anticipadamente, como primicia, de la resurrección futura que un día, por nuestra unión con Cristo resucitado alcanzaremos.

Contemplando el misterio eucarístico, con actitud de asombro agradecido y de admiración, podemos entender muy bien como se construye la unidad de la Iglesia. La unidad en la Iglesia, la comunión eclesial, la construye el Espíritu Santo que nos une a Cristo, en la Eucaristía, y hace posible que formemos con Él, como nuestra Cabeza, un solo cuerpo, el Cuerpo de Cristo, Sacramento de salvación para la humanidad entera y signo e instrumento de la unión intima de los hombres con Dios y de la unidad de todo el género humano.

Por eso hoy, día del Corpus Christi, contemplando este misterio de amor, hemos de comprender, como nos recuerda el Papa en su encíclica, que la celebración de la Eucaristía presupone la comunión, consolida la comunión y lleva a su perfección la comunión.

* La celebración eucarística presupone la comunión. La Eucaristía es algo tan grande y tan esencial en nuestra vida que no podemos acercarnos a ella de cualquier manera.

La Eucaristía supone, por una parte, la vida de la gracia. No podemos acercarnos a la Eucaristía, ni habernos arrepentido antes de nuestros pecados. La Eucaristía y la Penitencia son dos sacramentos estrechamente vinculados entre sí. La Eucaristía nos está pidiendo una actitud de continua conversión, de reconocimiento humilde de todo lo que nos separa de Cristo y de los hermanos; y, por eso, antes de acercarnos a comulgar el Cuerpo de Cristo hemos de acercarnos al sacramento del perdón para reconciliarnos con Dios y podernos acercar a la mesa del Señor con un corazón limpio.

Y la Eucaristía supone también, por otra parte, una incorporación plena a la Iglesia, a su vida, a sus pastores, a su doctrina y a su misión. La Eucaristía nos pide participación gozosa en el ser de la Iglesia, en su realidad más concreta, en nuestras parroquias y comunidades, siendo miembros activos y evangelizadores, preocupados de nuestra formación, orando como hermanos y haciendo nuestros los problemas, inquietudes y tareas de la Iglesia de nuestros días.

* Pero la Eucaristía, a la vez que presupone la comunión, también crea y consolida esa comunión y la lleva a su perfección y plenitud.

La Eucaristía educa para la comunión frente al peligro de la dispersión, nos hace cada día más cercanos unos a otros y más hermanos.

De ahí, la importancia enorme de la Misa dominical. Si la Iglesia que es madre y Maestra nos pide que participemos, por lo menos el domingo, en la Eucaristía es porque sabe que esa participación asidua es vital para nuestro crecimiento en la fe. No podemos descuidarnos, ni abandonarnos en este deber tan esencia. “ La Eucaristía del domingo, no dice el Papa, es el lugar privilegiado donde la comunión es anunciada y cultivada constantemente.

Precisamente, a través de la participación eucarística, el día del Señor se convierte en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así, de manera eficaz
su papel de sacramento de unidad.

* Y esa comunión creciente, que la Eucaristía va creando en nosotros, va despertando también en nosotros una creciente caridad.

Quien vive y experimenta en su vida el amor de Dios y el amor as los hermanos, quiere y desea y busca que ese amor llegue a todos los hombres. Un amor como el de Cristo:
- amor universal: que perdona al enemigo y t.baja por la paz,
- amor preferencial a los más pobres, que trabaja por la justicia y presta ayuda al que vive en la pobreza

Solemnidad del Sagrado Corazon de Jesus

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FIESTA DEL SAGRADO CORAZÓN – 2004
Jornada de oración por la santificación de los sacerdotes

Significado de esta Jornada. En la Solemnidad del Corazón de Jesús celebramos, en comunión con toda la Iglesia y por voluntad expresa del Santo Padre, esta jornada mundial de oración por la santificación de los sacerdotes. Una jornada que nos ofrece la oportunidad de rendir un homenaje de gratitud a los sacerdotes que este año celebran sus bodas de plata sacerdotales y, a la vez, nos permite dar gracias a Dios por el don del sacerdocio, pedir por la santificación de los sacerdotes y reflexionar, junto con todos los fieles cristianos, sobre el significado y la misión del ministerio sacerdotal.

En sintonía con la carta encíclica “Ecclesia de Eucaristía”, que el Santo Padre quiso regalarnos el Jueves Santo del año pasado, el tema que se nos propone para nuestra meditación en esta jornada es “La Eucaristía, manantial de santidad en el ministerio sacerdotal”

Ciertamente la vocación de todo cristiano es la santidad, pero de una manera especial la vocación sacerdotal es esencialmente una llamada a la santidad, que brota del mismo sacramento del orden. “Sed santos, porque yo el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Lev.19,2). Con estas palabras el libro del Levítico nos recuerda que la gracia y la meta de todo creyente y , de una manera especial, de todo ministro ordenado, es la santidad: una santidad que es esencialmente intimidad con Dios y amor sin reservas, amor hasta dar la vida, a la Iglesia y a todos los hombres. Un amor desbordante a Dios, a la Iglesia y a la humanidad.

El sacerdote está llamado, allí donde Dios le ha colocado y en las circunstancias en las que su vida se desarrolle, a encontrar a Cristo, conocer a Cristo y amar a Cristo en el ejercicio de su ministerio y a identificarse cada día más con Él.

En esta solemnidad del Corazón de Jesús nosotros, sacerdotes verdaderamente enamorados de la misión tan grande que el Señor ha querido confiarnos, hemos de poner nuestra mirada en Jesucristo el único sumo y eterno sacerdote y ampliar el horizonte de nuestras preocupaciones más allá de las fronteras de nuestra vida cotidiana para sentir la urgencia de la evangelización. “Alzad vuestros ojos - nos dice el Señor – y ved los campos, que blanquean ya para la siega” (Jn. 4,25). Tenemos una inmensa misión que realizar, en esta nuestra querida Diócesis de Getafe y en toda la Iglesia. Nuestro oficio sacerdotal, dirá S. Agustín, es un “oficio de amor”. Nuestra misión es prolongar en la historia y hacer presente en nuestro mundo la misión de amor del Verbo encarnado: ser ministros de la misericordia entrañable de nuestro Dios.

Por la mediación sacramental de nuestro ministerio sacerdotal, Cristo crucificado y resucitado sigue estando presente entre nosotros como Cabeza y Pastor de la Iglesia. Los “Hechos de los Apóstoles” nos recuerdan que ese mismo Jesús con el que los apóstoles habían comido y compartido el cansancio de cada día, sigue estando ahora presente en la Iglesia. Cristo está presente, no sólo porque sigue atrayendo hacia sí a todos los fieles desde su cruz redentora (Cf. Col 1,20) formando con todos los hombres de todos los tiempos un solo Cuerpo, sino también porque Él está siempre presente, a lo largo de la historia, como Cabeza y Pastor que enseña, santifica y guía a su Pueblo. Y ese modo de presencia absolutamente insustituible, la realiza a través del ministerio sacerdotal que Él quiso instituir la tarde del Jueves Santo en el seno de la Iglesia y que hoy, por su infinita misericordia, ha querido confiarnos a nosotros en esta porción de la Iglesia que es la diócesis de Getafe.

Esa vida de Cristo, Cabeza y Pastor, de la que somos portadores es como el agua que fecunda la tierra “reseca, agostada y sin agua” en la que, como vosotros sabéis muy bien, se ha convertido la existencia de muchos hermanos nuestros que viven alejados de Dios. Con la venida de Cristo la historia de los hombres deja de ser tierra árida, para llenarse de esperanza y asumir un pleno y verdadero significado. Decía S. Irenero: “No podemos permitir dar al mundo la imagen de una tierra árida, después de recibir la Palabra de Dios como lluvia bajada del cielo; ni jamás podremos llegar a ser un único pan, si impedimos que la harina sea amalgamada por obra del agua que ha sido derramada sobre nosotros” (Cf. Incarnationis mysterium. 4. Juan Pablo II)

Para vivir esa misión de fecundar el mundo y la historia con el agua de la gracia divina, hemos de vivir nuestro ministerio sacerdotal con el corazón de Cristo. Hemos de introducirnos en el Misterio inefable del Corazón de Cristo y tener sus mismos sentimientos. El Corazón santísimo y misericordioso de Jesús, atravesado por la lanza en la cruz, como signo de entrega total, será para nosotros, en nuestro ministerio sacerdotal, fuente inagotable de paz verdadera y manifestación plena de ese amor oblativo y salvífico con el que el Señor nos amó hasta el extremo. (Cf. Jn.13,1).

La solemnidad del Corazón de Jesús nos invita a vivir la inmensa alegría, esa alegría que supera a cualquier otra: la alegría de la caridad, la alegría de la entrega incondicional a los demás. Cada mañana podemos decir, al comenzar el día: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas”. El Señor nos hace contemplar, en cada jornada, cómo en nuestro ministerio sacerdotal, a pesar de nuestra debilidad, de nuestra pobreza e incluso de nuestro pecado, el Señor sigue manifestando a los hombres las maravillas de su amor.

Nuestra vida es, queridos hermanos sacerdotes, un misterio de predilección divina y un don de su misericordia. En nosotros se cumple la Palabra de Dios que escuchó el profeta Jeremías: “Antes de haberte formado en el seno materno te conocía y antes que nacieses te tenía consagrado; yo te constituí profeta de las naciones .” (Jer.1,5). No sólo el sacerdocio. También el camino hacia él es un don porque, como dice la carta a los hebreos: “nadie se arroga esta dignidad, sino el llamado por Dios” (Hebr. 5,4)

Y, esta especial predilección, esta inmensa gracia del sacerdocio nos está pidiendo a los sacerdotes una generosa correspondencia. No podemos ni debemos escatimar esfuerzos. Los hombres necesitan y desean contemplar en el sacerdote el rostro de Cristo. Los hombres necesitan y desean encontrar en el sacerdote a la persona que, como también nos dice la carta a los hebreos esté puesta “a favor de los hombres en lo que se refiere a Dios”. ¡Ojalá pudiéramos siempre decir los sacerdotes las palabras de S.Agustín: “Nuestra ciencia es Cristo y nuestra esperanza también es Cristo. Es Él quien infunde en nosotros la fe con respecto a las realidades temporales y es Él quien nos revela esas verdades que se refieren a las realidades eternas” (De Trinitate 13. 19. 24)

Todo esto lo encontramos diariamente en el Misterio Eucarístico. La Eucaristía es nuestra fuerza y nuestra esperanza. En la Eucaristía el Señor nos dice cada día: “Ánimo soy yo, no temáis... no os acobardéis por las dificultades”. En la Eucaristía sentimos diariamente cómo el Señor, igual que a Pedro, a punto de hundirse, nos agarra de la mano y nos dice: “Hombre de poca fe por qué dudas”. La mano de Dios, experimentada y sentida en la Eucaristía, nos sostiene de tal manera que las aguas oscuras de nuestra soberbia y de nuestros temores pierden todo su poder. De la Eucaristía sacaremos permanentemente la fuerza de la caridad de Cristo. “ Todo compromiso de santidad - nos dice el Papa en “Ecclesia de Eucaristía” - , toda acción orientada a realizar la misión de la Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del misterio eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen” (E. de E. 60).

En la Eucaristía descubriremos los sacerdotes cada día la belleza de nuestra vocación y sentiremos también el deseo de proponer a los jóvenes la grandeza de esta vocación y nos convertiremos en promotores y educadores de vocaciones y perderemos el miedo de proponer a todos opciones radicales en el camino de la santidad.

Que la Eucaristía sea siempre el centro de nuestra vida y la fuente inagotable de nuestra alegría y de nuestra esperanza y que constantemente repitamos las palabras que el Papa nos dice en su encíclica sobre la Eucaristía: “En el humilde signo del pan y del vino, transformados en su Cuerpo y en su Sangre , Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos convierte en testigos de esperanza para todos “ (E.de E. 62).

En este año en que celebramos el 150 aniversario de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de María invoquemos con especial confianza su protección. Pidámosle a María, la mujer eucarística, que aliente en todos nosotros el deseo de identificarnos plenamente con su Hijo. Que cada sacerdote sea realmente “otro Cristo”. Que todos los sacerdotes seamos verdaderamente heraldos del evangelio, expertos en humanidad, conocedores del corazón de los hombres de hoy, partícipes de sus alegrías y esperanzas, de sus angustias y de sus tristezas, siendo, al mismo tiempo, contemplativos, enamorados de Dios.

Santa María, Reina de los Apóstoles, Madre de los sacerdotes, estrella de la Nueva Evangelización, ruega por nosotros. AMEN.

Ordenacion de Juan Pedro

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ORDENACIÓN DE JUAN PEDRO
9 de Septiembre de 2004

Queridos hermanos sacerdotes, queridos amigos y hermanos y muy particularmente querido Juan Pedro que dentro de unos momentos vas a recibir el sagrado orden del diaconado.

Hoy es un día muy feliz para la Iglesia diocesana de Getafe y para la Congregación de los Misioneros de la Preciosa Sangre. Un día de alabanza a Dios y de acción de gracias por los muchos dones que el Señor derrama continuamente sobre nosotros. Especialmente damos gracias a Dios por haber
llamado Juan Pedro al ministerio diaconal y por la respuesta generosa que él ha dado al Señor; damos gracias por su familia, que hoy vive con gozo este momento.

A ti, querido Juan Pedro, quiero dirigirme ahora de una manera más directa y personal. Hace unos instantes ha sido pronunciado tu nombre. Y tu te has levantado y has respondido a la llamada diciendo: “aquí estoy”. Después, quien te ha presentado dirigiéndose a mí me ha pedido, en nombre de la Santa Madre Iglesia, que te ordene diácono. Y yo, representando sacramentalmente a Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, he respondido diciendo como acabas de oír: “ Con el auxilio de Dios y de Jesucristo, nuestro Salvador, elijo a este hermano nuestro para el Orden de los diáconos”. Es Jesucristo quien te ha elegido. Es el Señor quien te llama. Se están cumpliendo ahora, aquí, en ti, las palabras del Señor a los apóstoles en la última Cena: “ No me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda” (Jn. 15,16). La conciencia de esta elección, la seguridad de haber sido gratuitamente llamado por Él y la certeza de que tu oración será, en toda circunstancia, escuchada ha de llenar tu vida, para siempre, de una inmensa gratitud, y de un gozo desbordante, que nada ni nadie te podrá arrebatar; y de un deseo muy grande de cumplir la misión para la que Él te ha destinado. Es verdad que esa elección del Señor se ha ido manifestando poco a poco. Un día sentiste que Dios te llamaba para algo especial. Más tarde, con la ayuda de tus formadores, esa llamada fue madurando. Y hoy esa llamada es confirmada por la Iglesia con la autoridad del Señor. No tengas ningún temor. Hoy vas a recibir la gracia del Espíritu Santo para cumplir la misión que Jesucristo y la Iglesia te confía y para dar fruto abundante. Y lo que el Señor ha comenzado en ti, Él mismo lo llevará a término.

Tu misión consiste en estar donde está el Señor. Y estar como servidor: seguir al Señor como servidor de Dios y de los hombres. “Si alguno me sirve, que me siga, y donde esté yo, allí estará también mi servidor. Y mi Padre le honrará (Jn.12,26). Y estar con Jesús es estar en la gloria del Padre, es decir, en la presencia y en el amor del Padre. Y, con el Padre por medio de Jesucristo y por el don del Espíritu Santo, estar con los hombres, haciendo presente entre ellos el amor infinito de Dios: haciendo presente entre los hombres la misericordia entrañable de un Dios que, como dice el salmo 112,: “Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo...” Un Dios que “ a la estéril le da un puesto en su casa como madre feliz de hijos”

En nuestro mundo, aparentemente opulento y lleno de bienestar, hay muchas necesidades y también, como dice el salmo, hay mucho desvalimiento. Está el desvalimiento y la pobreza de muchos hermanos nuestros que viven en situaciones verdaderamente críticas por su falta de recursos materiales, o por su desarraigo familiar, o por su situación de emigrantes recién llegados sin papeles y sin trabajo, o por tantas y tantas causas que conducen a la marginación y a la indigencia. Pero hay también otro desvalimiento, del que se habla menos y que incluso intenta taparse, el desvalimiento espiritual: la falta de valores espirituales y morales, el desconcierto de muchas familias que no saben cómo educar a sus hijos o la confusión de muchos jóvenes que no sabe qué hacer con su vida; y que se ven diariamente engañados por falsos paraísos de felicidad, que dejan el
corazón vacío y una triste sensación de estar malgastando la vida.

Queridos Juan Pedro hoy la Iglesia te elige, te llama, te enriquece con el don del Espíritu Santo y te envía como diácono para que, en medio de este mundo, como servidor del evangelio, anuncies a Jesucristo, Salvador y Redentor, luz del mundo, en quien el hombre descubre su dignidad, su vida se llena de esperanza y el mundo entero adquiere para él consistencia y armonía.

En la oración propia esta celebración hemos pedido a Dios por ti con estas palabras: “Oh Señor concede a estos hijo tuyo que has elegido hoy para el ministerio del diaconado, disponibilidad para la acción, humildad en el servicio y perseverancia en la oración”. Esto es lo que la Iglesia pide a Dios para los diáconos: disponibilidad, humildad y perseverancia. Una disponibilidad que les llene de ardor apostólico y les haga estar siempre muy atentos a las necesidades de los hombres y a las orientaciones magisteriales de la Iglesia; una actitud humilde que les haga reconocer con gratitud, cada día, que todo lo que tienen lo han recibido de Dios, y mucha perseverancia: siendo constantes en la oración y pacientes en el trabajo apostólico, soportando las debilidades humanas, propias y ajenas, y buscando siempre, no el propio provecho, sino el bien de aquellos que la Iglesia les ha confiado.

Y en la Plegaria de ordenación la Iglesia pide al Señor por los diáconos para que “resplandezca en ellos un estilo de vida evangélico, un amor sincero, solicitud por los pobres y los enfermos, una autoridad discreta, una pureza sin mancha y una observancia de sus obligaciones espirituales”

A partir de ahora, fortalecido con el don del Espíritu Santo, tienes, como diácono, la misión de ayudar al Obispo y a su presbiterio en el anuncio de la Palabra, en el servicio del altar y en el ministerio de la caridad. Muéstrate siempre como servidor de todos: que vean en ti al mismo Cristo, que se mostró, en el lavatorio de los pies, servidor de sus discípulos, enseñándonos que “el que quiera ser grande ha de convertirse en servidor... como el Hijo del hombre que no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida como rescate por muchos” (Mt. 20,26-28). Cuando exhortes a los fieles, en la catequesis o en la homilía transmitiendo fielmente la fe de la Iglesia; o cuando presidas las oraciones, administres el bautismo, bendigas los matrimonios o lleves la comunión a los enfermos, que, en todo momento, sea el mismo Cristo quien actúe en ti , que te sientas siempre instrumento del Señor, hasta el punto de que el mismo Señor pueda decirte, al terminar cada jornada, como al servidor de la parábola: “Siervo bueno y fiel, en lo poco has sido fiel, te pondré la frente de lo mucho; entra en el gozo de tu Señor”(Mt. 25,23)

El ministerio del diaconado es un carisma, es un don del Espíritu, pero no solamente para el bien del que lo recibe sino para el bien de toda la Iglesia, para la edificación del Cuerpo de Cristo. Acoge este don con mucho amor:

* Acoge este don haciendo de Jesucristo el centro de tu vida, en quien todo adquiere sentido y consistencia. (cfr. Col. 1,17). Que la Eucaristía, memorial de la Pascua del Señor, el sacramento de la reconciliación y la liturgia de las horas, sean el alimento de tu fe. Vive como Él vivió, dando la vida por los demás, siendo seguidor fiel de Aquel que nos dijo: “Yo soy el buen pastor; y conozco a mis ovejas y las mías me conocen... y doy mi vida por las ovejas... nadie me la quita yo la doy voluntariamente” (Jn.10,14.15). El celibato, imitando a Jesucristo célibe, será para ti símbolo y, al mismo tiempo, estímulo para vivir la caridad pastoral y fuente de una especial fecundidad apostólica. Acepta el celibato como una regalo de Dios y señal de una particular intimidad con Él. Por tu celibato te resultará más fácil consagrarte, sin dividir el corazón, al servicio de Dios y de los hombres y con mayor facilidad serás verdadero ministros de la gracia divina.

* Acoge el don de este ministerio que la Iglesia te confía, abrazando la cruz. No son tiempos fáciles. Lo sabes. Recibe como dirigidas hoy a ti, las palabras de Pablo a su joven discípulo Timoteo: “Haz memoria de Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos... por el que sufro hasta llevar cadenas como un malhechor. Pero la Palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna” (2 Tim. 8-13)

* Y finalmente, acoge este don de Dios, en todo momento, con un corazón agradecido y gozoso, como aquel samaritano leproso curado por el Señor, que al ver lo que Jesús había hecho con él, “se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias” (Lc.17,15).

Pedimos hoy para ti y por la Congregación de Misioneros de la Precisa Sangre la especial protección de la Virgen María para que os mantenga siempre fieles a vuestro carisma de misericordia y redención Y que la actitud de los que hoy nos hemos reunido para este gozoso acontecimiento sea siempre ante Dios como la de la humilde servidora del Señor y que en todo momento reconozcamos y proclamemos con gozo las maravillas de Dios. Decía Sta Teresa del Niño Jesús que Dios se sirve siempre de los humildes y pequeños para realizar sus mayores milagros. Que María, reina de los ángeles y madre de la Iglesia interceda por nosotros.

Ordenacion de Diaconos

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ORDENACIÓN DIÁCONOS
10 de Octubre de 2004

Queridos hermanos sacerdotes, queridos seminaristas, queridos amigos y hermanos y muy particularmente queridos ordenandos que dentro de unos momentos vais a recibir el sagrado orden del diaconado.

Hoy es un día muy feliz para la Iglesia diocesana de Getafe. Un día de alabanza a Dios y de acción de gracias por los muchos dones que el Señor derrama continuamente sobre nosotros. Especialmente damos gracias a Dios por haber llamado a estos jóvenes al ministerio diaconal y por la respuesta generosa que ellos han dado al Señor; damos gracias por sus familias, que hoy viven con gozo este momento, en las cuales ha nacido y ha crecido su fe y damos gracias por sus formadores que durante varios años de intenso trabajo les han ido preparando en su camino al sacerdocio.

A vosotros, queridos ordenandos, quiero dirigirme de una manera más directa en este momento. Hace unos instantes, el Sr.Rector del Seminario ha ido pronunciando vuestros nombres. Y vosotros os habéis ido levantando mientras decíais: “aquí estoy”. Después dirigiéndose a mí me ha pedido, en nombre de la Santa Madre Iglesia, que os ordene diáconos. Y yo, representando sacramentalmente, en este momento, a Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote, he respondido diciendo como acabáis de oír: “ Con el auxilio de Dios y de Jesucristo, nuestro Salvador, elegimos a estos hermanos nuestros para el Orden de los diáconos”. Es Jesucristo quien os ha elegido. Es el Señor quien os llama. Se están cumpliendo ahora, aquí, en vosotros, las palabras del Señor a los apóstoles en la última Cena: “ No me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda” (Jn. 15,16). La conciencia de esta elección, la seguridad de haber sido gratuitamente llamados por Él y la certeza de que vuestra oración será, en toda circunstancia, escuchada ha de llenar vuestra vida, para siempre, de una inmensa gratitud, y de un gozo desbordante, que nada ni nadie os podrá arrebatar; y de un deseo muy grande de cumplir la misión para la que Él os ha destinado. Es verdad que esa elección del Señor se ha ido manifestando poco a poco. Un día sentisteis que Dios os llamaba para algo especial. Más tarde, con la ayuda de vuestros formadores, esa llamada fue madurando. Y hoy esa llamada es confirmada por la Iglesia con la autoridad del Señor. No tengáis ningún temor. Hoy vais a recibir la gracia del Espíritu Santo para cumplir la misión que Jesucristo y la Iglesia os confían y para dar fruto abundante. Y lo que el Señor ha
comenzado en vosotros, Él mismo lo llevará a término.

Vuestra misión consiste en estar donde está el Señor. Y estar como servidores: seguir al Señor como servidores de Dios y de los hombres. “Si alguno me sirve, que me siga, y donde esté yo, allí estará también mi servidor. Y mi Padre le honrará” (Jn.12,26). Y estar con Jesús es estar en la gloria del Padre, es decir, en la presencia y en el amor del Padre. Y, con el Padre por medio de Jesucristo y por el don del Espíritu Santo, estar con los hombres, haciendo presente entre ellos el amor infinito de Dios: haciendo presente entre los hombres la misericordia entrañable de un Dios que, como dice el salmo 112,: “Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo...” Un Dios que “ a la estéril le da un puesto en su casa como madre feliz de hijos”

En nuestro mundo, aparentemente opulento y lleno de bienestar, hay muchas necesidades y también, como dice el salmo, hay mucho desvalimiento. Está el desvalimiento y la pobreza de muchos hermanos nuestros que viven en situaciones verdaderamente críticas por su falta de recursos materiales, o por su desarraigo familiar, o por su situación de emigrantes recién llegados sin papeles y sin trabajo, o por tantas y tantas causas que conducen a la marginación y a la indigencia. Pero hay también otro desvalimiento, del que se habla menos y que incluso intenta taparse, el desvalimiento espiritual: la falta de valores espirituales y morales, el desconcierto de muchas familias que no saben cómo educar a sus hijos o la confusión de muchos jóvenes que no sabe qué hacer con su vida; y que se ven diariamente engañados por falsos paraísos de felicidad, que dejan el corazón vacío y una triste sensación de estar malgastando la vida.

Queridos ordenandos hoy la Iglesia os elige, os llama, os enriquece con el don del Espíritu Santo y os envía como diáconos para que, en medio de este mundo, como servidores del evangelio, anunciéis a Jesucristo, Salvador y Redentor, luz del mundo, en quien el hombre descubre su dignidad, su vida se llena de esperanza y el mundo entero adquiere para él consistencia y armonía.

En la oración propia esta celebración hemos pedido a Dios por vosotros con estas palabras: “Oh Señor concede a estos hijos tuyos que has elegido hoy para el ministerio del diaconado, disponibilidad para la acción, humildad en el servicio y perseverancia en la oración”. Esto es lo que la Iglesia pide a Dios para vosotros: disponibilidad, humildad y perseverancia. Una disponibilidad que os llene de ardor apostólico y os haga estar siempre muy atentos a las necesidades de los hombres y a las orientaciones magisteriales de la Iglesia; una actitud humilde que os haga reconocer con gratitud, cada día, que todo lo que tenéis lo habéis recibido de Dios, y mucha perseverancia: siendo constantes en la oración y pacientes en el trabajo apostólico, soportando las debilidades humanas, propias y ajenas, y buscando siempre, no el propio provecho, sino el bien de aquellos que la Iglesia os ha confiado.

Y en la Plegaria de ordenación la Iglesia pide al Señor por los diáconos para que “resplandezca en ellos un estilo de vida evangélico, un amor sincero, solicitud por los pobres y los enfermos, una autoridad discreta, una pureza sin mancha y una observancia de sus obligaciones espirituales”

A partir de ahora, fortalecidos con el don del Espíritu Santo, tenéis, como diáconos, la misión de ayudar al Obispo y a su presbiterio en el anuncio de la Palabra, en el servicio del altar y en el ministerio de la caridad. Mostraos siempre como servidores de todos: que vean en vosotros al mismo Cristo, que se mostró, en el lavatorio de los pies, servidor de sus discípulos, enseñándonos que “el que quiera ser grande ha de convertirse en servidor... como el Hijo del hombre que no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida como rescate por muchos” (Mt. 20,26-28). Cuando exhortéis a los fieles, en la catequesis o en la homilía transmitiendo fielmente la fe de la Iglesia; o cuando presidáis las oraciones, administréis el bautismo, bendigáis los matrimonios o llevéis la comunión a los enfermos, que, en todo momento, sea el mismo Cristo quien actúe en vosotros , que os sintáis siempre instrumentos del Señor, hasta el punto de que el mismo Señor pueda deciros, al terminar cada jornada, como al servidor de la parábola: “Siervo bueno y fiel, en lo poco has sido fiel, te pondré la frente de lo mucho; entra en el gozo de tu Señor”(Mt. 25,23)

El ministerio del diaconado es un carisma, es un don del Espíritu. Pero es un don, no para vosotros, sino para la Iglesia, para el bien de la Iglesia, para la edificación del Cuerpo de Cristo. Acoged este don con mucho amor:

* Acoged este don haciendo de Jesucristo el centro de vuestra vida, en quien todo adquiere sentido y consistencia. (cfr. Col. 1,17). Que la Eucaristía, memorial de la Pascua del Señor, el sacramento de la reconciliación y la liturgia de las horas, sean el alimento de vuestra fe. Vivid como Él vivió, dando la vida por los demás, siendo seguidores fieles de Aquel que nos dijo: “Yo soy el buen pastor; y conozco a mis ovejas y las mías me conocen... y doy mi vida por las ovejas... nadie me la quita yo la doy voluntariamente” (Jn.10,14.15). El celibato, imitando a Jesucristo célibe, será para vosotros símbolo y, al mismo tiempo, estímulo para vivir la caridad pastoral y fuente de una especial fecundidad apostólica. Aceptad el celibato como una regalo de Dios y señal de una particular intimidad con Él. Por vuestro celibato os resultará más fácil consagraros, sin dividir el corazón, al servicio de Dios y de los hombres y con mayor facilidad seréis verdaderos ministros de la gracia divina.

* Acoged el don de este ministerio que la Iglesia os confía, abrazando la cruz. No son tiempos fáciles. Lo sabéis. Recibid como dirigidas hoy a vosotros, las palabras de Pablo a su joven discípulo Timoteo: “Haz memoria de Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos... por el que sufro hasta llevar cadenas como un malhechor. Pero la Palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna” (2 Tim. 8-13)

* Y finalmente, acoged este don de Dios, en todo momento, con un corazón agradecido y gozoso, como el samaritano, del evangelio de hoy, que al ver lo que el Señor había hecho con él, “se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias” (Lc.17,15).

Pedimos hoy para vosotros y para toda la Iglesia de Getafe la especial protección de la Virgen María. Que nuestra actitud sea siempre ante Dios como la de la humilde servidora del Señor y que siempre reconozcamos y proclamemos con gozo las maravillas de Dios. Que María, reina de los ángeles y madre de la Iglesia interceda por nosotros.